La sucesión vertiginosa de ídolos desde el siglo XVIII (la Razón, la Revolución, la Historia, la Nación, el Jefe, el Estado, la Ciencia, el Progreso) parece agotada.

 Hay indicios por todas partes de que en los medios culturales (al margen del clero, o en contra) reaparecen las preocupaciones religiosas. Y se entiende: a fines del siglo XX, estamos viviendo el desplome de la ciencia como religión, del progreso como religión, del estado como religión, de la revolución como religión. El lugar de Dios no puede estar vacío: cuando se saca a Dios de ahí, algo pasa a tomar su lugar. Por eso André Malraux, que no era creyente, pidió restituir su lugar a los dioses, y hasta llegó a pronosticar que el siglo XXI sería religioso.

La sucesión vertiginosa de ídolos desde el siglo XVIII (la Razón, la Revolución, la Historia, la Nación, el Jefe, el Estado, la Ciencia, el Progreso) parece agotada. El último fetichismo de la cultura moderna descontinúa la serie, al mismo tiempo que la prolonga: la moda posmoderna, la celebración (un tanto irónica) de que estamos superando el afán de superación, culminando la modernidad en una especie de carnaval de las vanguardias, donde todo da igual.

Pero claro que no todo da igual. Hay que desacralizar el progreso, no satanizarlo. Hay que abandonar las supersticiones progresistas que impiden el progreso práctico. La miseria, como el paludismo, puede ser extirpada del planeta en unas cuantas décadas. Es un problema práctico que tiene soluciones prácticas, bloqueadas por supersticiones progresistas (universitarias, tecnológicas, políticas). Una gran parte del progreso es improductivo: cuesta más de lo que produce. No hay que tenerle el menor respeto. Una gran parte del progreso es puro fetichismo. A la basura.

Ceremonia de ingreso de don Gabriel Zaid




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