El Dios de un poeta angustiado: tres poemas de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso

INSOMNIO

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este
nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los
perros, o fluir blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como
un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre
caliente de una gran vaca amarilla.

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por
qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta
ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

De El grupo poético de 1927. Ángel González (comp.). Madrid: Taurus, 1976, pp. 112-113.




MONSTRUOS
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:

Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual, que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!

No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.

No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esa alimaña que brama hacia ti,
como esa desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.»
Op. cit., pp. 115-116.

DE PROFUNDIS

Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
Op. cit., pags. 121-122.

COMENTARIO:

            Estos tres textos de Dámaso Alonso pertenecen a su famoso poemario Hijos de la ira, de 1944. El rechazo de la vida se manifiesta en estos versos hasta hacer de ellos una paradigmática expresión de ese “malestar ontológico” del existencialismo, tan en boga en aquellos años (La náusea de Sartre había sido publicada sólo seis años antes, por lo que cabe pensar en una posible influencia de este texto capital sobre nuestro poeta); no obstante, este sentimiento aparece matizado aquí por la condición de creyente del poeta, que ante ese abismo de horrores que es para él la existencia física se vuelve una y otra vez hacia ese Dios, “mi Dios”, en el que parece buscar una tabla de salvación. Así, “Insomnio” se refiere al cuerpo humano, aun vivo, como un cadáver; pero no sólo él se pudre, también el alma del poeta, que interroga a Dios en medio de su sufrimiento sobre el sentido de la vida del hombre en un mundo que lo condena a la corrupción (“Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?”).
En “Monstruos” se pueden rastrear ciertos ecos de la poesía bíblica; así, palabras como “me acechan ojos enemigos, / formas grotescas que me vigilan, / colores hirientes lazos me están tendiendo” recuerdan inevitablemente algunos versículos del Salmo 22: “Me acorralan mastines, / me cerca una banda de malvados...” . Sin embargo, aquí la víctima que clama su angustia ante el silencio de Dios no es un inocente, sino un “monstruo entre los monstruos”; no es un justo que aún espera a su Salvador, sino un  “amarillo ciempiés”, una “bestia inmediata transfundida en una angustia fluyente”, una “alimaña que brama”. Por otra parte, mientras en el Salmo citado encontramos una dinámica que conduce desde el sentimiento de abandono inicial a una reafirmación de la esperanza puesta en el Dios a quien se dirige la plegaria, en el poema de Dámaso Alonso esta esperanza no acaba de vislumbrarse; por el contrario, la repetición al final de los versos iniciales parece sugerir un movimiento circular, como si el poeta diera vueltas y más vueltas en la noria de su súplica inatendida.    
Ese pequeño atisbo de esperanza que hasta ahora se nos ha negado parece presentarse al fin en el tercer poema que hemos incluido en esta pequeña muestra, “De profundis”. En él vuelve a aparecer la resonancia de un salmo ya en el título, en este caso el 130; también se repite la constante temática de la realidad corrupta del ser humano que se dirige a Dios (el poeta habla de su cuerpo como “odre de putrefacción” y de su alma como “ramera”), llevada aquí, si cabe, más al extremo en las imágenes utilizadas (“yo soy la piltrafa... el excremento del can sarnoso... el montoncito de estiércol...”). Sin embargo, a continuación de estas fortísimas expresiones autodenigratorias encontramos un “pero” que parece señalar un punto de inflexión en el sentido del poema: “pero te amo”. Sí, ese “pozo de la miseria” que nos presenta el poeta es capaz de amar; si Pascal definió al hombre como una caña que piensa, bien podríamos decir que Dámaso Alonso lo describe aquí como una carroña que ama, y en esta capacidad radica su posibilidad de salvación, la esperanza de que su plegaria sea al fin atendida: “para que un día sea mantillo de tus huertos”. Este último verso parece venir a dar respuesta a los interrogantes abiertos en los del final de “Insomnio”, donde encontrábamos esta misma imagen (“¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre...?”). El amor del hombre a Dios parece presentarse, pues, como una aceptación de su autoaniquilimiento; el poeta ya no suplica a Dios que no le atormente más, como en “Montruos”, sino que su sufrimiento tenga un sentido, aunque para ello él deba llegar hasta el final en ese proceso de putrefacción en el que se siente inmerso, quizá por el mero hecho de vivir en este mundo: “déjame fermentar en tu amor, / deja que me pudra hasta la entraña, / que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser”. Quizá en esta aceptación final de la muerte, en esta súplica de que la aniquilación del yo se consume, esté latente una actitud cristiana cuyo origen podemos encontrar en el conocido pasaje evangélico de San Juan: “Yo os aseguro que el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante” (Jn, 12, 24).
En conclusión, podemos ver en estos poemas la expresión de un tema tan característico del hombre contemporáneo como es el de la angustia existencial; una angustia cuya presencia en ellos llega a resultar asfixiante, y a la que el poeta, en algunos versos, se refiere de forma explícita como elemento constitutivo de su propio ser: “me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma”, “... esta bestia inmediata / transfundida en una angustia fluyente”. Pero la angustia que aquí se manifiesta es, finalmente, la de un hombre de fe; tal como explicó Kierkegaard, la propia vivencia de la fe (al menos en la tradición judeocristiana) está impregnada de esta angustia, indisolublemente ligada a ella en su misma esencia. En efecto, la fe así entendida consiste en entregarse a una voluntad superior, y las alusiones a la idea de voluntad divina están claramente presentes en estos versos: “¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?”, “odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo...”). Se trata de una voluntad percibida en principio como adversa al yo, ya que éste la responsabiliza de su condición miserable; una voluntad que el yo no puede comprender (probablemente haya que ver ahí la raíz de la angustia, ya que el hombre necesita comprender, “tiende a conocer por su propia naturaleza” como señaló Aristóteles) y que, en último término, le exige el sacrificio de lo que le es más querido, como a Abraham; o de su propia vida, como a Cristo en el Huerto de los Olivos, cuyo sudor de sangre bien puede considerarse como la imagen paradigmática de la angustia en la cultura cristiana. En el atormentado llamamiento a Dios que estos textos representan, la angustia del poeta parece encontrar una salida cuando éste decide rendirse a la voluntad divina, quizá siguiendo ese ejemplo evangélico; su rendición se nos muestra en ese “pero te amo frenéticamente” que es como un salto en el vacío de quien ya no puede esperar nada del recurso a sus propias fuerzas, consciente de que él mismo no es mejor que esos monstruos que lo acosan en un mundo donde hasta la luz solar no es sino una “terrible tiniebla”; en un mundo, en definitiva, que es para el poeta el reino del horror y de la corrupción.   



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