| Cuando recuerdo la piedad sincera |
| con que en mi edad primera |
| entraba en nuestras viejas catedrales, |
| donde postrado ante la cruz de hinojos |
| alzaba a Dios mis ojos, |
| soñando en las venturas celestiales; |
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| hoy que mi frente atónito golpeo, |
| y con febril deseo |
| busco los restos de mi fe perdida, |
| por hallarla otra vez, radiante y bella |
| como en la edad aquella, |
| ¡desgraciado de mí! diera la vida. |
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| ¡Con qué cándido amor, niño inocente, |
| prosternaba mi frente |
| en las losas del templo sacrosanto! |
| Llenábase mi joven fantasía |
| de luz, de poesía, |
| de mudo asombro, de terrible espanto. |
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| Aquellas altas bóvedas que al cielo |
| levantaban mi anhelo; |
| aquella majestad solemne y grave; |
| aquel pausado canto, parecido |
| a un doliente gemido, |
| que retumbaba en la espaciosa nave; |
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| las marmóreas y austeras esculturas |
| de antiguas sepulturas, |
| aspiración del arte a lo infinito; |
| la luz que por los vidrios de colores |
| sus tibios resplandores |
| quebraba en los pilares de granito, |
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| haces de donde en curva fugitiva, |
| para formar la ojiva |
| cada ramal subiendo se separa, |
| cual del rumor de multitud que ruega, |
| cuando a los cielos llega, |
| surge cada oración distinta y clara; |
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| en el gótico altar inmoble y fijo |
| el santo Crucifijo, |
| que extiende sin vigor sus brazos yertos, |
| siempre en la sorda lucha de la vida, |
| tan áspera y reñida |
| para el dolor y la humildad abiertos; |
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| el místico clamor de la campana |
| que sobre el alma humana |
| de las caladas torres se despeña, |
| y anuncia y lleva en sus aladas notas |
| mil promesas ignotas |
| al triste corazón que sufre y sueña; |
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| todo elevaba mi ánimo intranquilo |
| a más sereno asilo, |
| religión, arte, soledad, misterio... |
| todo en el templo secular hacía |
| vibrar el alma mía, |
| como vibran las cuerdas de un salterio. |
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| Y a esta voz interior que sólo entiende |
| quien crédulo se enciende |
| en fervoroso y celestial cariño, |
| envuelta en sus flotantes vestiduras |
| volaba a las alturas, |
| virgen sin mancha, mi oración de niño. |
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| Su rauda, viva y luminosa huella |
| como fugaz centella |
| traspasaba el espacio, y ante el puro |
| resplandor de sus alas de querube, |
| rasgábase la nube |
| que me ocultaba el inmortal seguro. |
|
| ¡Oh anhelo de esta vida transitoria! |
| ¡Oh perdurable gloria! |
| ¡Oh sed inextinguible del deseo! |
| ¡Oh cielo, que antes para mí tenías |
| fulgores y armonías, |
| y hoy tan obscuro y desolado veo! |
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| Ya no templas mis íntimos pesares, |
| ya al pie de tus altares |
| como en mis años de candor no acudo. |
| Para llegar a ti perdí el camino, |
| y errante peregrino |
| entre tinieblas desespero y dudo. |
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| Voy espantado sin saber por dónde; |
| grito, y nadie responde |
| a mi angustiada voz; alzo los ojos |
| y a penetrar la lobreguez no alcanzo; |
| medrosamente avanzo, |
| y me hieren el alma los abrojos. |
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| Hijo del siglo, en vano me resisto |
| a su impiedad ¡oh Cristo! |
| Su grandeza satánica me oprime. |
| Siglo de maravillas y de asombros, |
| levanta sobre escombros |
| un Dios sin esperanza, un Dios que gime, |
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| ¡y ese Dios, no eres tú! No tu serena |
| faz, de consuelos llena, |
| alumbra y guía nuestro incierto paso. |
| Es otro Dios incógnito y sombrío: |
| su cielo es el vacío, |
| sacerdote el Error, ley el Acaso. |
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| ¡Ay! No recuerda el ánimo suspenso |
| un siglo más inmenso, |
| más rebelde a tu voz, más atrevido: |
| entre nubes de fuego alza su frente, |
| como Luzbel, potente; |
| pero también, como Luzbel, caído. |
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| A medida que marcha y que investiga, |
| es mayor su fatiga, |
| es su noche más honda y más obscura, |
| y pasma, al ver lo que padece y sabe, |
| cómo en su seno cabe |
| tanta grandeza y tanta desventura. |
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| Como la nave sin timón y rota, |
| que el ronco mar azota, |
| incendia el rayo y la borrasca mece |
| en piélago ignorado y proceloso, |
| nuestro siglo-coloso |
| con la luz que le abrasa resplandece. |
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| ¡Y está la playa mística tan lejos!... |
| a los tristes reflejos |
| del sol poniente se colora y brilla. |
| El huracán arrecia, el bajel arde, |
| y es tarde, es ¡ay! muy tarde |
| para alcanzar la sosegada orilla. |
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| ¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno, |
| a todo yugo ajeno, |
| que al impulso del vértigo se entrega, |
| y al través de intrincadas espesuras, |
| desbocado y a obscuras |
| avanza sin cesar y nunca llega. |
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| ¡Llegar! ¿Adónde?... El pensamiento humano |
| en vano lucha, en vano |
| su ley oculta y misteriosa infringe. |
| En la lumbre del sol sus alas quema, |
| y no aclara el problema, |
| ni penetra el enigma de la Esfinge. |
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| ¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto |
| que tu poder no ha muerto! |
| Salva a esta sociedad desventurada, |
| que bajo el peso de su orgullo mismo |
| rueda al profundo abismo, |
| acaso más enferma que culpada. |
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| La ciencia audaz, cuando de ti se aleja, |
| en nuestras almas deja |
| el germen de recónditos dolores, |
| como al tender el vuelo hacia la altura, |
| deja su larva impura |
| el insecto en el cáliz de las flores. |
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| Si en esta confusión honda y sombría |
| es, Señor, todavía |
| raudal de vida tu palabra santa, |
| di a nuestra fe desalentada y yerta |
| «¡Anímate y despierta! |
| -como dijiste a Lázaro- ¡Levanta!» |
30 de junio de 1874.
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