La poesía extrae del sentimiento humano su esencia más pura, menos determinada y, por tanto, más universal.

Núñez de Arce:

[Nota (13)]

     SEÑORES:
     Cediendo a mis gustos e inclinaciones y apartando la mente de los arduos problemas sociales y económicos, tan llenos de incertidumbres y conflictos, me propongo exponeros mi opinión sobre el lugar que corresponde a la poesía lírica en la literatura moderna y emitir mi juicio acerca de algunos de sus más preclaros cultivadores. Forzado por la imperiosa necesidad de concretar mi asunto, porque de otra suerte no cabría tema tan vasto en el espacio de que puedo disponer, no trataré sino de algunas escuelas que en la hora presente se disputan el favor del público, y de los autores que viven gozando de merecido crédito en la república de las letras, únicos de quienes pienso hablar, tan sólo escogeré los muy señalados que por la grandeza de su genio, universalmente reconocida, por la influencia que ejercen en sus respectivos países, o por involuntario error de mi entendimiento, considere dignos de figurar en este sucinto estudio que a vuestra atención consagro.
     Tal vez parezca extemporáneo que cuando tan múltiples y complicadas cuestiones políticas y económicas embargan los ánimos, me ocupe en el examen de un punto de crítica meramente literario; pero por lo mismo que todos sentimos a menudo el amargor de la realidad, entiendo que conviene de vez en cuando dar algún esparcimiento al espíritu, dejándole volar libremente por las serenas regiones del arte. Además, de los escarmentados nacen los avisados, y no quiero, tocando las llagas que corroen el cuerpo social, no por indolentes menos malignas, volver a exponerme sin defensa a las pudibundas censuras de las almas débiles, a la indiferencia de los egoístas y a los groseros ultrajes de cuantos están interesados en que el mal arraigue y cunda.
     Muéveme también a preferir este tema, a más del atractivo que tiene para mí, el propósito de contrarrestar en lo posible la especie de cruzada que en el vulgo literario, tan injusto como impresionable, se ha levantado de algunos años a esta parte contra la poesía. No pretendo entrar en las altas especulaciones a que se presta el problema planteado por eminentes pensadores de la escuela positivista, sobre la suerte reservada en épocas remotas a todas las manifestaciones del arte; las cuales, según cálculos y conjeturas de algunos de ellos, están condenadas a ir gradualmente extinguiéndose hasta desaparecer por completo bajo la continua invasión de la ciencia. Esta tesis, copiosa y sólidamente impugnada desde el mismo campo positivista por sociólogos y estéticos, para quienes el desarrollo mismo de la ciencia, tan prodigioso en nuestros días, y que a juzgar por todos los síntomas aún lo será más en los futuros, ensanchará, lejos de restringir, los dominios de la fantasía y del sentimiento, fuentes inagotables del arte, no me inquieta en lo más mínimo, ni pone en esta ocasión la pluma en mis manos. Mi intención es más modesta. Me resigno ante la idea -quizás porque me infunde poco o ningún temor- de que en la sucesión de los siglos, cuando la ciencia haya llegado a su plenitud descubriendo la causa de todas las causas, cuando haya iluminado, si a tanto alcanza su poder, las hasta ahora impenetrables tinieblas de lo infinito y de lo incognoscible, cuando haya, en fin, encontrado todos los medios de saciar los deseos, de calmar las inquietudes y de curar las heridas de las almas, la poesía perezca envuelta en el cataclismo universal en que han de sucumbir también por innecesarias, la escultura, la pintura y la música. Pero no me someto con la misma mansedumbre a la opinión de aquellos que, sin levantar el pensamiento a concepciones tan complejas sobre los ulteriores destinos de la humanidad, y sólo aguijoneados por el espíritu intolerante de secta, pronostican con tono dogmático, no el aniquilamiento total del arte, en cuya perpetua virtualidad creen, sino la muerte parcial y aislada de la poesía. Desde que el Naturalismo, con la fuerza de expansión que despliegan todas las escuelas filosóficas y políticas en los desvanecimientos de su triunfo, extremó sus principios hasta bastardearlos, declarando guerra sin cuartel a la imaginación, y como si la literatura fuese una rama no más de las ciencias naturales, pretendiendo someterla exclusivamente al régimen de la observación y del experimento, hízose de moda entre ciertas gentes hablar con menosprecio de la poesía, sobre todo de la lírica, y son ya muchos los prosélitos de la nueva doctrina que se consagran a profetizar en artículos, folletos, libros y discursos, la inevitable y próxima ruina del Parnaso. Contra estos feroces sectarios va principalmente encaminado mi trabajo, hijo de la más sincera convicción, porque para mí es artículo de fe que la poesía, acomodándose, como siempre, a las incesantes evoluciones de la civilización, ha de continuar siendo por largo tiempo -al menos hasta que sobrevenga, si es que sobreviene, la general y definitiva catástrofe artística predicha por algunos filósofos- la expresión más pura y conmovedora de las ansias, tristezas y aspiraciones del espíritu humano.
     Descartando, pues, de mi discurso las hipótesis científicas, que aun cuando estén lógicamente construidas, son por su propia naturaleza frágiles e inseguras, y sin salirme de la realidad de los hechos comprobados, me limitaré a afirmar, de acuerdo con autorizadísimos críticos nacionales y extranjeros, que la poesía es, después de la música, el arte cuyo desenvolvimiento ha sido más amplio en el transcurso de los últimos cien años, y el que ha engendrado en este espacio de tiempo, relativamente breve, más obras maestras, o, si parece demasiado aventurada mi proposición, más obras dominadoras. El influjo avasallador ejercido por las producciones de Göethe, Byron, Chateaubriand, Lamartine, Leopardi, Heine y Víctor Hugo, sobre el movimiento intelectual del mundo es tan evidente, que creería ofender vuestra ilustración si me entretuviera en demostrarlo. El teatro, la novela, la crítica, la historia, han vivido de su substancia, y su aliento poderoso ha animado y aún anima aquellas creaciones de la escultura, la pintura y la música con que más justamente se enorgullece nuestro siglo. Pero, prescindiendo de las corrientes generales que, como nacidas en las más elevadas cimas del genio lo han inundado todo al descender sobre la tierra, ¿quién puede desconocer la soberanía que sobre cada literatura particular han ostentado durante este magnífico período los poetas nacionales? ¿Quién se atreve a negar, por ejemplo, la influencia incontestable de Manzoni en las letras italianas, de Alfredo de Musset en las francesas, de Puszkin en las rusas, de Mickiewicz en las polacas, de Herculano en las portuguesas, de Petoefi en las húngaras, de Oeglenschloeger en las dinamarquesas, y finalmente, de Quintana en las españolas? Y cuenta que sólo cito astros de primera magnitud, pues si fuera a conmemorar todos los de segundo orden que han girado en la órbita de nuestra centuria con luz más templada, aunque siempre intensa, honrando sus patrias respectivas, apenas serían suficientes las páginas que debo dedicar a mi discurso para hacer, sin comentario alguno, la sencilla enumeración de sus nombres.
     La poesía (14) ha llegado en el curso del siglo actual a tanta altura, porque rompiendo los diques que la contenían, ha vuelto a sus antiguos cauces, de donde la había desviado el arrollador impulso del Renacimiento. Antes de que esta inmensa revolución surgiera, la poesía, sobre todo en sus formas primitivas, la épica y la religiosa, presentábase en las naciones más importantes de Europa pobre de invención, áspera en el ritmo, y torpe y monótona en la rima. No había encontrado su expresión definitiva, y las lenguas en que balbucía sus primeros vagidos, apenas habían salido de la infancia. Pero era nacional, y cuando algún elemento exótico se introducía en ella, tardaba poco en asimilárselo, haciéndole adquirir en cada región el color y el sabor del terruño propio. Nutríase de savia popular, resultando primero en los cantares de gesta, allí donde como en Francia y España florecieron, y después en otras composiciones más cortesanas y cultas, en las que alboreaba ya el estro genuinamente lírico, reflejo fiel, aunque a veces artificioso, del estado general del país y del tiempo en que se desenvolvía. El Renacimiento, que tanto hizo adelantar al mundo, vino, por de pronto, deslumbrando a los ingenios con su regia pompa, a torcer la dirección que las incipientes literaturas particulares seguían, y a facilitar a la Roma cesárea su última victoria sobre los pueblos que antes la habían vencido y heredado. Hermoseó, es verdad, y pulió el estilo; arrebató a la palabra sus más recónditos secretos; enriqueció la métrica; aclaró los horizontes del arte, sumido aún en vago crepúsculo, e impuso cánones de buen gusto, que prevalecen todavía, cuanto es posible que prevalezcan en una sociedad como la nuestra, a la vez escéptica e indisciplinada, donde el principio de autoridad y el respeto a la tradición van amenguándose de día en día. Pero también es cierto que haciendo caer a la poesía y a todas las artes plásticas en la contemplación extática de los modelos antiguos, las sustrajo en absoluto de la vida real. La imitación servil de las obras maestras de griegos y latinos ahogó en mucha parte la espontánea, aunque tosca, originalidad de las literaturas indígenas; los poemas homéricos y virgilianos, las odas pindáricas y horacianas, las églogas y anacreónticas, resucitaron con morbosa exuberancia en los idiomas vulgares; y mientras se resolvían en el siglo XVI y en los siguientes los más tremendos problemas de la conciencia, ya en las controversias religiosas, ya en los campos de pelea, la poesía, indiferente a estos hondos trastornos, se entretenía reproduciendo fábulas mitológicas, celebrando hazañas portentosas de héroes imaginarios, poblando vegas y bosques de sátiros, zagales, ninfas y pastoras, y describiendo cuadros fantásticos en donde todo aparecía falsificado: la tierra y el cielo, el hombre y la naturaleza. Sólo algunos excelsos poetas místicos acertaron a vaciar en los viejos moldes restaurados sus fervientes sentimientos cristianos, y a conservar, bajo la magnificencia de las formas clásicas, la sinceridad de su fe y la intensidad de sus afectos. Ellos, por decirlo así, fueron los precursores de la evolución que con mayor amplitud debía verificarse en el transcurso de los tiempos, cumpliendo en este punto los deseos de Andrés Chénier, cuando pedía que se hiciesen con ideas nuevas versos antiguos. Fuera de las composiciones a que me refiero, por las que se difundía el calor de una creencia viva, pocas veces intervino la poesía, y cuando incidentalmente lo hizo, fue como avergonzada, velando su pensamiento con alegorías mitológicas, en los sucesos trágicos o faustos que a su vista ocurrían. Las alteraciones de la Reforma, las grandezas y los horrores del fanatismo, las guerras por el dominio del imperio, hasta el descubrimiento de América, hechos son que pasaron para las musas, si no inadvertidos, por lo menos tibiamente y en forma inapropiada cantados; y al compás del estrépito de las batallas, al resplandor de las hogueras, entre el tumulto de las tradiciones que se derrumbaban, la poesía, cubierta con su pellico clásico, lanzaba a los vientos tempestuosos de su siglo el son del rústico caramillo, o refería, disfrazada con vestiduras olímpicas, las livianas aventuras de dioses destronados. Concretándonos a España, porque si dilatara la esfera de mis observaciones me faltaría lugar y tiempo para consignarlas, ¿quién es capaz de adivinar en los versos de nuestro Hurtado de Mendoza al hábil diplomático y experto político que medió, como representante del Emperador invicto, en los más transcendentales acontecimientos de tan agitadísimo reinado, ni quién conoce en las estrofas del dulcísimo Garcilaso, al soldado valeroso de aquella edad de hierro? Leyendo las composiciones de tan clarísimos poetas y de sus coetáneos menos ilustres, no es fácil formarse idea del período histórico en que escribieron ni de las turbulencias de la sociedad en que se agitaban. Ante la apacible suavidad de sus descripciones y los almibarados conceptos de sus zagales, ninfas y sátiros, se maravilla uno de la fuerza de abstracción de aquellos genios soberanos, cuya fantasía, ajena a todos los ruidos del mundo, llegaba hasta convertir en arroyos de leche y miel los ríos de sangre que en tan borrascosos días corrían por la tierra, entregada a todas las discordias y violencias de los hombres.
     Tuvo entonces el Renacimiento el encanto de la novedad y la sorpresa. No porque permaneciese casi extraño a las apasionadas luchas de sus contemporáneos, es lícito negar que aportó al caudal del arte valiosos elementos estéticos resucitando un ideal de la Belleza que nadie ha podido destruir hasta ahora, y enseñando al poeta y al artista cómo debían presentar sus inspiraciones para hacerlas duraderas. Esto explica la boga general que obtuvo, la atracción que ejerció sobre todas las inteligencias superiores, hasta en el seno mismo de la Iglesia, y el ímpetu con que se propagó, sólo comparable a la invasora velocidad del incendio.
     Cuando pasado el primer hervor del entusiasmo que despierta siempre en las almas juveniles la inesperada contemplación de la Belleza, el tiempo, el preceptismo y el uso acabaron por vulgarizar la majestad de las formas clásicas, comenzose a caer en la cuenta de que éstas sólo cubrían el esqueleto de una civilización incompatible con la nuestra; pero tan fuertemente habían arraigado sus dogmas en la poesía, que siguieron, sin contradicción apenas, prevaleciendo durante trescientos años en todas las naciones cultas. Sin embargo, a medida que el tiempo se deslizaba, las escenas bucólicas y las fábulas del paganismo iban debilitándose como la luz de las estrellas cuando apunta la claridad de la aurora, y las musas hundiéndose en un amaneramiento lánguido e insulso. Las selvas mitológicas no tuvieron ya el verdor de la primavera, sino la fría desnudez del invierno. Los pastores y faunos que las poblaban envejecieron o quedaron inválidos; los héroes se sintieron decaídos; los dioses degradados, y hasta el coro de hermosas ninfas que, con el cabello suelto y coronadas de rosas, entonaban himnos en loor de Venus, concluyó por parecer un aquelarre de brujas histéricas, únicas adoradoras de aquella diosa del amor, ya deforme y caduca. Encerrada en marco tan estrecho la poesía, después de pasar en el siglo XVII, como los demás ramos de la literatura, por las más inverosímiles depravaciones del gusto, en España e Italia con los inextricables extravíos de Góngora y Marini, en Francia con los sutiles alambicamientos del cenáculo del Hotel Rambouillet, en Inglaterra con el ridículo eufuismo, y en los demás estados de Europa con las imitaciones de tan perniciosos modelos, vino a dar a fines del siglo pasado en la postración más extrema. Extenuada, vacía de ideas, falta de invención y de numen, no llegó a ser, salvo en las obras de algunos poetas excepcionales y entonces poco comprendidos, más que una repetición pesada de odas huecas y ampulosas, madrigales ingeniosos, anacreónticas pueriles y églogas e idilios en donde siempre, a la sombra de los mismos árboles y en la orilla de los mismos arroyuelos, lloraban sus desdenes o celebraban sus paces Batilos insípidos y Filis melindrosas.
     Solamente el terrible sacudimiento que en estos últimos cien años ha trastornado la faz del mundo, removiéndole hasta el fondo de sus entrañas y arrancando de él creencias e instituciones que se habían juzgado eternas, logró sacar a la poesía de la estéril flaqueza a que había llegado. El fragor de las revoluciones despertó la de su letargo, y como los intereses que se debatían eran tan transcendentales, no pudo permanecer inactiva en medio de un desquiciamiento general que nada respetaba: ni el orden establecido, ni la fe, ni la autoridad, ni la tradición. Sin desceñirse la túnica de oro con que la había hermoseado el Renacimiento, renovó casi del todo su propio contenido, y abandonando las cumbres olímpicas y los agostados valles de la Arcadia, regresó a la tierra de donde había vivido alejada, poniéndose otra vez en directa comunicación con los hombres. Fascinada por la magnitud de los sucesos de que era testigo, tomó al fin partido entre los beligerantes y aumentó para responder a sus nuevas emociones las cuerdas de su lira, o más bien, transformó su lira en orquesta. Nada hubo desde entonces vedado a su inspiración: lloró con los vencidos, exaltó a los vencedores, dudó con los que dudaban, creyó con los que creían, cantó las catástrofes y los triunfos en que había intervenido, y penetró en los más profundos repliegues de la conciencia para sorprender sus secretos y vacilaciones. ¿En qué campo ha dejado de oírse su voz? ¿En qué batalla no ha hecho centellear la espada de su canto? Ella ha sido, y es todavía, gemido para todos los dolores, consuelo para todos los infortunios, ariete contra todas las tiranías, refugio para todos los cansancios del cuerpo y del espíritu, bálsamo para todas las heridas, eco de todas las ideas y estímulo para todos los atrevimientos. Donde quiera que se combate allí está la poesía; no hay palpitación del alma que no recoja, ni manantial de aguas dulces o amargas en que no beba, desde el que, brotando del cielo, llena el corazón de místicas alegrías, hasta el que, naciendo de un pesimismo, a veces desesperado y a veces sereno como la resignación, pero siempre incurable, nos hace sentir la infinita vanidad del todo, es decir, de la vida, del mundo y de Dios. ¿No es cierto que cuando la poesía influye tan eficazmente como en nuestro siglo, en las diversas y múltiples manifestaciones de la actividad intelectual y afectiva, encontrándosela en todas partes donde se ama, se aborrece, se piensa y se lucha, hay motivos sobrados para protestar contra los que la describen como agitándose con los postreros estremecimientos de la agonía?
     No es nuevo, aun cuando nunca haya revestido los caracteres de ensañamiento que hoy presenta, el afán de asaltar el alcázar de la poesía para desalojarla de él, habiendo surgido ya en varias épocas, y bajo diversos aspectos, la misma malquerencia. Entonces, como ahora, la poesía ha proseguido imperturbable su camino, desoyendo las vociferaciones del odio y ejerciendo su imperio sobre todas las literaturas, como lo revela el hecho de que desde los tiempos primitivos hasta los actuales, el genio de cada pueblo haya encarnado en la invención de algún altísimo poeta. Los himnos védicos y el Ramâyâna son los símbolos de las civilizaciones indias; Homero, de la helénica; Virgilio, de la latina; y en las naciones modernas, Dante es la expresión más augusta de la inspiración italiana; Shakespeare y Milton descuellan en las más sublimes cumbres del Parnaso inglés; Cervantes, Lope y Calderón son los dioses mayores de las letras españolas; Racine y Molière de las francesas; Göethe y Schiller de las alemanas, y Camõens fulgura, como sol sin ocaso, sobre las glorias de Portugal. La poesía, pues, ocupa el puesto más preeminente entre las creaciones literarias de la humanidad, con tan respetuoso y general acatamiento, que es frecuente decir, cuando quiere designarse a un país con el título más halagüeño para su orgullo, la patria del Dante, la patria de Göethe, la patria de Racine, la patria de Calderón.
     Hay más: a riesgo de que me tachéis de exagerado, me atrevo a afirmar que las obras de aquellos poetas en quienes, sea cual fuere el género que cultiven, predomina el temperamento lírico, tales como Dante, Shakespeare y Calderón, son, con las de los historiadores y filósofos, las que resisten más la ola silenciosa del olvido. Las demás producciones que no corresponden a ninguna de estas tres manifestaciones de la literatura, entre las cuales y en primer término figuran las didácticas y narrativas, suelen merecer el favor público cuando aparecen, si aciertan a representar bien su época o se ajustan al gusto reinante; pero su duración es, por regla general, efímera en la memoria humana, y van desvaneciéndose por grados, como las notas de una música que se aleja.
     Permitidme que en apoyo de mi aserto, para muchos de vosotros quizás excesivo, os recuerde lo que acontece con la novela, cuya existencia, semejante al relámpago, es, por lo común, tan fugaz como luminosa. Muy lejos estoy de escatimar los incontestables méritos de este género literario, que es la expresión más exacta de los diferentes estados sociales por que los pueblos pasan y el espejo en que más claramente se reflejan sus costumbres, sus sentimientos, sus ideas, sus esperanzas, sus desengaños y hasta sus aberraciones. Su importancia es tal, que sin su auxilio, tan necesario acaso como el de la misma historia, sería difícil explicarse las incesantes transformaciones de la especie humana, y reconstruir en nuestro pensamiento las sociedades que han muerto. Pero por lo mismo que es la expresión real de las cosas transitorias, no siempre la favorable acogida que le dispensan sus coetáneos, inteligentes aunque interesados apreciadores de la exactitud con que los retrata, obtiene la sanción inapelable de la posteridad desapasionada y fría. Antes bien, envejece pronto en manos de gentes nuevas, incapaces de estimar en su legítimo valor las delicadezas de observación que la obra contiene sobre tipos, caracteres, prejuicios y contiendas de otra edad, y siendo cada vez menos leída, va quedando sólo como documento de consulta o base de estudios retrospectivos para el erudito, el filósofo y el historiador.
     Cada generación procura tener su espejo propio, y prescinde, sin reparo, de aquel que no reproduce ya con fidelidad lo que es o pretende ser mientras cruza por este valle de lágrimas. Bien sé que los sentimientos humanos sometidos a leyes psicológicas y fisiológicas inmutables, han sido, son y serán siempre los mismos; pero su modalidad va continuamente variando al compás de los cambios que la acción del tiempo introduce en el régimen social, moral y jurídico bajo el cual se manifiestan. Esta constante variación meramente formal, que no afecta a la esencia de los sentimientos mismos, los desfigura y disfraza, sin embargo, de tal suerte, que a veces cuesta trabajo conocerlos. Es como el traje que ajustan a nuestro cuerpo los caprichos de la moda; insensiblemente la moda misma va reformándolo, y llega un día en que, al examinar los viejos figurines, asoma a nuestros labios la risa, no acertando a comprender los inverosímiles y extravagantes gustos de nuestros predecesores. La novela, más que ninguna otra creación literaria, incluso el teatro, recoge hasta en sus más insignificantes pormenores la parte mudable de la vida, o sea la manera de pensar, de sentir y de ser en cada momento, y esta fuerza de asimilación, que es, sin duda, la causa principal del agrado con que sus contemporáneos la saborean, contribuye en la misma medida a precipitarla en la indiferencia cuando el curso de la civilización transforma el medio ambiente en que la obra se produjo. No oculto ni niego, porque expongo de buena fe mis opiniones, que muchos libros de esta especie, bien por la intención honda que los ha dictado, bien por la sincera emoción con que están escritos, ya por la pasmosa verdad de sus caracteres, ya por el progreso que determinan en las lenguas, han conquistado y conservan en sus respectivas literaturas honorífico lugar; pero estas excepciones, siempre limitadas, si se considera la abundancia del género, no contradicen la ley que le condena a muerte prematura y definitiva.
     Los menos versados en la historia literaria pueden confirmar la exactitud de mi juicio, con sólo recordar la boga que alcanzaron en otros tiempos los libros de caballería. ¿Qué ha quedado de aquel enorme fárrago de obras más o menos indigestas, cuya fama fue tan general en toda Europa, y cuyo texto, repleto de portentosas aventuras, devoraban con delectación príncipes, clérigos, soldados y menestrales? Unas cuantas páginas de referencia y crítica en los anales de la literatura, y un centenar de volúmenes empolvados, que los bibliófilos rebuscan con ansia, no por su valor intrínseco, sino por su singular rareza. En resumen no queda nada. Digo mal: queda el extraordinario libro con que los redujo a perpetuo silencio nuestro inmortal Miguel de Cervantes Saavedra, uno de los más grandes poetas, si no el mayor, de la era moderna, porque es el que mejor ha sabido amalgamar y fundir en el crisol de su genio la idealidad del espíritu con la realidad de la materia, y el que más acabado retrato nos ha ofrecido de ese ser híbrido, como los centauros y sirenas de la fábula, compuesto de ángel y de bestia, a quien Dios ha confiado el imperio del mundo.
     Pero sigamos adelante en la comprobación de mi tesis. En los comienzos del siglo de oro de las letras francesas, fecundos escritores se consagraron al cultivo de la novela, que, como hoy sucede, absorbió por completo la curiosidad de las gentes doctas e indoctas. Jamás autor alguno ha obtenido admiración tan sincera ni tan caluroso aplauso como los que arrancaron de sus compatricios, Honorato d'Urfé, Calprènade y Mile de Scudery, los más célebres representantes de aquel movimiento impetuoso. No eran los espíritus frívolos, como observa muy oportunamente un crítico extranjero, ni los jóvenes y las mujeres los únicos que se extasiaban ante aquellas obras, que se creían magistrales. El sabio Huet, obispo de Avranches -añade el discreto escritor a quien aludo- se volvía loco leyéndolas; el obispo Godeau deliraba también por ellas; el elegante Flechier se las recomendaba a sus diocesanos; Mascarón citaba en el púlpito a sus autores entre San Agustín y San Bernardo; Menage los colocaba sin escrúpulo al nivel de Homero y Virgilio, y el mismo Lafontaine calificaba algunos años después al más antiguo de ellos, Honorato d'Urfé, como a uno de los entendimientos peregrinos de que podía envanecerse Francia. Multiplicábanse las ediciones de estos libros, cuyo crédito traspasaba montes y mares; traducíanse con pomposo encomio en todas las lenguas; eran, en fin, la delicia de las cortes, el recreo de los sabios y el embeleso del vulgo. Tal vez nunca las hayáis hojeado, mas de fijo habéis oído hablar de la Astrea, del Ilustre Basa, del Gran Ciro, de Clelia, de Cleopatra, de Casandra, y de otra multitud de novelas de la misma índole, que el gusto y las costumbres de su tiempo miraban con entusiasmo mayor todavía que el que excitan entre nosotros las creaciones de Zola y sus secuaces, ya muchos de ellos arrepentidos y en busca de nuevos horizontes. ¿Qué ha recogido la posteridad de estas obras que fueron, como digo, el asombro de algunas generaciones? Nada. Hoy ni se leen, ni se estudian, ni se comentan, porque el desdén universal, aunque quizás no completamente justificado, las ha sepultado en el más lóbrego rincón del olvido.
     Suerte análoga cupo a las fábulas pastoriles, y tampoco fue más afortunado el turbión de interminables novelas inglesas del corte de Pamela, Clarisa Harlowe y Carlos Gradisson, que en el segundo tercio del siglo último inundó a Europa, haciendo derramar raudales de lágrimas a la mitad del linaje humano, a quien le daba entonces por ser sentimental y pudoroso, como hoy le da por ser despreocupado y escéptico. El éxito alcanzado por estas producciones entre los que gozaron de sus primicias, es indescriptible, y acaso no del todo inmerecido, si se atiende a la opinión que crítico tan severo y descontentadizo como Taine ha expuesto sobre algunas de las más importantes de aquellas obras. Y, sin embargo, ¿quién las lee ahora? Ni siquiera ha valido para retrasar un minuto más la hora de su muerte, la eficaz recomendación de Voltaire, tiránico dispensador de la fama en el siglo XVIII, el cual ponía religiosamente varios de estos libros sobre su cabeza. Pero ¿qué más? Cuantos empezamos a doblar el cabo de la vejez, tenemos aún presente la fiebre con que en nuestra juventud se solicitaban las novelas de la inspirada e incansable pléyade de escritores que dio a luz la revolución romántica de 1830. La aparición de cada una de ellas era un acontecimiento, según se dice en la jerga moderna; los periódicos se las disputaban a precio de oro, y algunos, como el Constitutional y la Presse, labraron la fortuna de sus editores, brindando la novela de moda a la voracidad pública, en folletines que arrebataba la multitud. Millares de ejemplares, impresos en todos los idiomas, corrían como desatados ríos por ambos continentes, y en volúmenes lujosos o en humildes entregas invadían lo mismo la mansión del magnate que la guardilla del jornalero. Han pasado desde entonces muy pocos años de este siglo que va tan deprisa, y ya únicamente algunos devotos del tiempo viejo, que mantenemos viva la memoria de aquella edad y el culto de aquellos autores, nos deleitamos con sus recuerdos. Otras gentes amoldadas a nuevas costumbres, movidas por distintos impulsos y estimuladas por diferentes ideales, si es que tienen alguno, han ocupado el lugar de aquellas que con tanto afán los leyeron, y si todavía se repiten sus nombres, porque no se han extinguido los ecos de la popularidad que se granjearon, ¡cuán grande no es la distancia entre el entusiasmo que antes despertaban y la hostil frialdad con que ahora, acaso sin estudiarlos, se los juzga! ¿Quién sabe, en fin, si nosotros mismos asistiremos aún a la decadencia de la escuela naturalista, cuya unidad de doctrinas se ha roto, y dentro de la cual, como en todo sistema que se descompone, están surgiendo ya a cada paso tendencias rectificadoras, protestas y hasta rebeldías? Por de pronto, y esto no es lo menos grave, la fatiga del público es visible. En cambio, al paso que los novelistas huyen como sombras, levántanse aún los poetas de aquel extraordinario ciclo romántico, llenos de vida y radiantes de gloria. Francia se acuerda con cariño de Alfredo Musset, y ha deificado a Víctor Hugo hasta en sus delirios y caídas; Inglaterra construye por acciones lujoso teatro donde muchos admiradores que han contribuido a la edificación, se dan por bien pagados con asistir a las representaciones privadas de un poema dramático de Shelley, Los Cenci, más grande por los primores de su estilo que por sus condiciones escénicas; Alemania convierte a Göethe en un dios olímpico, tributándole fanático culto, y vuelve su rostro enternecida hacia el pobre Heine, a quien trató en vida con austero desvío; Hungría erige una estatua a Petoefi, en medio de públicas y regocijadas fiestas; el municipio de Milán, interpretando los deseos de toda Italia, adquiere la casa donde vivió Manzoni, conservándola con el piadoso respeto que inspira un templo; Rusia misma, la nación menos inclinada en estos días a las manifestaciones poéticas, alza suntuoso monumento a Puszkin, sólo con el producto de una edición económica de sus obras, agotada en dos semanas; Polonia, la decaída Polonia, ya casi resignada con su yugo, merced a la acción corrosiva del materialismo que la envenena, honra a Adán Mickiewicz con una estatua en Posen, un busto en Roma, una lápida conmemorativa en la casa que habitó en Carlsbad, y un mausoleo en Montmorency, donde reposan sus restos; España corona a Quintana, y por donde quiera que volvamos los ojos vemos avivarse el fervor, cercano a la idolatría, que todos los países sienten y conservan por sus excelsos poetas antiguos y modernos.
     Nada tiene de extraño esta adoración, porque la poesía deja siempre detrás de sí huella indeleble, según es fácil demostrar sin salir siquiera de España. Pocos serán nuestros compatriotas medianamente ilustrados que no hayan leído, o por lo menos, que no hayan oído celebrar las más hermosas composiciones del Parnaso patrio, y son muchos los que pueden recitar de memoria, siguiendo la ilación de los tiempos, coplas de Jorge Manrique, versos de Garcilaso, liras de Fray Luis de León, estrofas de Herrera, tercetos de Rioja, octavas de Ercilla, sonetos y romances de Quevedo, odas de Quintana, cantos de Espronceda y leyendas de Zorrilla. Privilegio es éste sólo otorgado a la poesía, porque serán contados los españoles de ambos hemisferios que, como no sea del Quijote, se aprendan, no digo capítulos enteros, sino trozos sueltos de ningún libro de amena literatura; mientras que los mismos impugnadores de la más creadora de las artes, ríndenla a menudo involuntario homenaje, haciendo citas en verso, con preferencia a las citas en prosa, cuando conversan, peroran, escriben o enseñan; y es natural que así suceda, porque el concepto acerado por el metro y la rima es a manera de saeta que se clava rápida y profundamente en el entendimiento.
     Como consecuencia de tan singular predilección, común a todos los países, no hay quien no exalte la serie de nuestros poetas, dignos verdaderamente de este título, desde antes del Siglo de Oro a nuestros días, y los nombres de Juan de Mena, Marqués de Santillana, Lope, Caro, Arguijo, Góngora, los Argensolas, Meléndez Valdés, Gallego, Duque de Rivas y otros muchos que no expongo por no alargar mi relato, se repiten a cada paso en la cátedra, en la prensa, en el libro, en el trato social, en las Cortes, hasta en el templo. Mas ¿quién es capaz de recordar de pronto el considerable catálogo de los novelistas que abruman las páginas de nuestros anales literarios en el período comprendido entre el siglo XVI y el nuestro? Vosotros, tan dados al estudio, me hablaréis, tal vez, de algunos justamente célebres, como Hurtado de Mendoza, suponiendo que sea el autor de El Lazarillo de Tormes, Alemán, Espinel, Salas Barbadillo, etc.; mas vuestra enumeración repentina no pasará adelante, ni podríais afirmar con plena seguridad, que la mayoría del público sabe a punto fijo quiénes son, ni que se extasía con sus obras, ni que éstas viven en su pensamiento.
     Pero ¿por ventura -me diréis- la poesía se exime de la ley general e ineludible, que sujeta todas las cosas a la vejez y la muerte? ¡Ay! demasiado sé que la gloria póstuma es tan pasajera como el último rayo de luz de una estrella que se apaga, el cual dilata más o menos su fulgor, según la distancia que debe recorrer hasta sumergirse en las sombras eternas. Quede sentado, pues, que en todo cuanto digo no me refiero a una inmortalidad en que no fío, sino a la duración, mayor o menor, de las frágiles obras del hombre.
     Todas las generaciones llevan y sufren la suma de dolor psicológico que corresponde a su tiempo, y cada ser humano participa de este dolor colectivo en la medida que su capacidad física y moral se lo consiente. Cuando este malestar indefinido y vago, causado por las crueles alternativas de la lucha social, por las desilusiones de la vida y el curso mismo de las ideas, se particulariza y examina en alguna obra literaria con la misma prolijidad con que se estudia en la clínica de un hospital cualquier caso patológico aislado, es indudable que el mal, así expuesto, se impone por la verdad del análisis a los que sienten los mismos síntomas y se encuentran en circunstancias idénticas o análogas a aquellas que en la obra se describen; pero no es menos cierto, que cuanto más se individualiza, tanto más se desfigura para los que le sufren en cantidad y forma distintas. Sólo la poesía puede, conmoviendo al lector, dar carácter impersonal a los sentimientos generales de la edad en que canta, y transformarlos, permítaseme la frase, en una especie de fluido que, como la luz y el aire, penetre en todas las almas y se desparrame por el haz de la tierra.
     Arte maestra por excelencia, puesto que contiene en sí misma todas las demás, cuenta para lograr sus fines con medios excepcionales: esculpe en la palabra como la escultura en la piedra; anima sus concepciones con el color, como la pintura, y se sirve del ritmo, como la música. Semejante al gemido, que no sólo expresa, sino que señala los grados de dolor con absoluta precisión, sin analizarlo y describirlo, la poesía, emancipándose en cuanto es posible de las imposiciones sociales, tan pronto traídas como llevadas por el oleaje de los años, extrae del sentimiento humano su esencia más pura, menos determinada y, por tanto, más universal.
     No contraría su naturaleza participando, como es forzoso -dados los días revueltos que corren, en los cuales toda neutralidad del entendimiento es hasta cierto punto ilícita-, de los temores, dudas, pasiones, esperanzas y desmayos del siglo, porque su intervención en la vida no recae tanto, como he manifestado, sobre los hechos meramente externos cuanto sobre los sacudimientos interiores del espíritu. No puede estudiar con la fuerza investigadora de la filosofía, la historia y la sociología, la marcha evolutiva de la humanidad al través del tiempo y del espacio, ni exponer los resultados que con relación a las instituciones, a los intereses tradicionales, al régimen de las familias, a las costumbres y creencias producen las revoluciones políticas, científicas y religiosas que sucesivamente nos arrastran. Tampoco puede ser la copia fiel de nuestra miseria y desventura, trazada con el criterio cada vez más desengañado y misantrópico de una sociedad, en cuya conciencia va debilitándose por momentos la confianza en Dios, y menos aún la comprobación experimental de las teorías científicas que convierten al hombre en el ser más esclavo y enfermo de la creación, despojándole del libre arbitrio y sometiéndole a la fatalidad del organismo, de la herencia, del temperamento y del medio ambiente. La esfera de acción de la poesía es menos concreta y más elevada. Debe ser, o mejor dicho, es el clamor continuo y vago, que levanta y difunde la eterna batalla de la vida; clamor semejante a un coro sublime en el cual se compenetran y funden en una sola expresión los sentimientos y múltiples intereses de la tierra, como en el bramido interminable del mar vibran y resuenan conjuntamente todas sus calmas y tempestades; clamor, en fin, del que entresaca y recoge cada cual, según el estado de su ánimo, la alegría o la pena, la tranquilidad o el remordimiento, la fe o la desesperación.
     Tal es fundamentalmente la causa de su prestigio, por lo cual, no obstante los pronósticos de sus detractores, no morirá mientras aflijan nuestro ser anhelos infinitos, aspiraciones ideales hacia un porvenir mejor y rebeldías contra las brutalidades del hecho que en la realidad de la vida a menudo nos confunden y aplastan. Porque aceptando la hipótesis de que estas manifestaciones no sean más que los síntomas de un estado social patológico, según pretenden algunos, todavía, como la dolencia, lejos de disminuir tiende a propagarse, es de esperar que la poesía, expresión de esta incurable enfermedad nuestra, dure, por lo mismo, tanto como el mundo.




     Pero hay críticos que no van tan allá y que sin negar la vitalidad de la poesía, impugnan, sin embargo, su forma y profetizan la muerte del ritmo, del metro y de la rima. Para ellos la prosa está llamada a ser, andando los años, la única encarnación del pensamiento. Es, en efecto, la prosa el instrumento más poderoso con que Dios ha dotado a nuestra especie para que, armada con él, avance abriéndose paso por las regiones de lo desconocido, como el explorador que con el hacha y el fuego se entra por selvas nunca holladas, destruyendo los troncos y matorrales que le cierran el camino. La prosa es el verbo lógico y radiante, con cuyo auxilio el hombre se revela, medita, ama, especula, enseña, descubre, dilata su ser, y sin el cual, como un día le faltara, aun cuando Dios le hubiese dado la onmisciencia, acabaría por caer en las densas tinieblas de la barbarie. La prosa posee, dentro de sus condiciones peculiares, majestad, número, armonía y elocuencia, y en sus términos cabe la humanidad entera con cuanto ha sido, es y será hasta la plenitud de los tiempos. Pero por lo mismo que es tan superior, parece como que amengua su grandeza, cuando desdeñando sus regias vestiduras, cubre su cuerpo con otras poco severas que cuadran mal a su complexión robusta.
     ¿Conocéis, señores, nada tan ridículo como la prosa complicada, recargada de adornos, disuelta en tropos que, olvidándose de la sencillez inherente a su nativa hermosura, sale a lucir en periódicos, discursos y libros, como matrona poco cuidadosa de su recato, que se afea y desdora con afeites y atavíos inmodestos? Yo, por mi parte, debo confesar que cuando leo alguno de los libros que tan de moda puso, antes en Francia y luego en el resto de Europa, el movimiento socialista de 1830 a 1848, hinchados, ampulosos, metafóricos, poéticos, según entonces se decía, me rindo al cansancio y necesito para restaurar mis fuerzas volver a recrear mi espíritu con el período amplio, claro y sereno, como la onda de un río, en que Bossuet, por ejemplo, desarrolla su Discurso sobre la historia universal, o con la frase ingenua, diáfana y persuasiva en que expone sus afectos místicos nuestro egregio Fray Luis de Granada.
     Lo declaro con franqueza: nada tan insoportable para mí como la prosa poética, no expresiva sino chillona, no pintoresca sino pintarrajeada, que con aletas de ángel y faldellín bordado de lentejuelas, se columpia en el aire entre imágenes, antítesis e hipérboles como acróbata descoyuntado en la cuerda floja, y sólo comparte en el mismo grado con ella mi repugnancia literaria la poesía prosaica, en la cual me figuro ver a una princesa estrambótica, que recibe corte en zapatillas, con el cabello crespo y el manto desceñido.
     Por lo demás, suprimir el ritmo, el metro y la rima, sería tanto como matar a traición la poesía, que tiene su forma adecuada, no artificiosa, sino espontánea y característica, como la prosa misma. El ritmo rige y ordena el concierto universal. Siéntele el ser humano desde que nace, reside en su organismo y palpita en sus arterias con la vibrante ondulación que llama exacta y poéticamente Calderón de la Barca, música de la sangre. El ritmo, pues, existe en la voz y en los movimientos del hombre, no por arbitrario capricho suyo, que su poder no llega hasta establecer, fuera del orden de la naturaleza, nada permanente y definitivo; existe en virtud de una ley fisiológica y además de una ley matemática, porque marcar el ritmo, aun cuando éste sea tan amplio y difuso como el del canto gregoriano, equivale en algún modo a contar. El metro es consecuencia del ritmo. Y en cuanto a la rima, que nunca ha sido esencial en la poesía, puesto que, más o menos, hay en todas las literaturas obras superiores compuestas en verso libre, conviene, sin embargo, hacer constar que en las lenguas modernas, en las cuales la cantidad prosódica está casi desvanecida, sirve de útil apoyo para fijar con mayor precisión el valor del ritmo, así como de traba ingeniosa, que cuando se rompe con gallardía, no sólo regala dulcemente el oído, sino que contribuye a aumentar la emoción estética. El niño, por instinto, propende a rimar las primeras frases que balbuce; por instinto también, rima el rústico sus refranes y sentencias. El ritmo, el metro y la rima son los vínculos con que la poesía se une a la música, a ese arte divino cuyos secretos ha sorprendido y estudia sin cesar el hombre en la inmensa sinfonía de la naturaleza. Merced a esta conjunción, antes de que los pueblos escribieran su historia, la cantaron; el recuerdo de sus orígenes, las hazañas de sus héroes, la satisfacción de sus victorias, los beneficios de sus dioses, engrandecidos por la poesía, han vivido primero en sus canciones que en sus libros. La humanidad, en fin, ha cantado y cantará mientras subsista sobre la superficie del planeta, en los países más salvajes y en los más cultos, en todas las latitudes y en todas las civilizaciones; y para dar a sus afectos cadencia y número, acompasa, mide y rima sus palabras, obediente a la ley de armonía que rige la creación entera.
     Más podría extenderme sobre esta materia acerca de la cual tanto y tan bien se ha escrito; pero como, por una parte, los límites de esta disertación no consienten dar mayor desarrollo a las ideas que ligeramente apunto, y por otra, me asedia el deseo de llegar cuanto antes al fin de mi programa, paso sin detenerme en nuevos razonamientos a formular mi juicio, libre de toda prevención de escuela, sobre alguno de los más celebrados poetas de nuestra edad.
     Apartándome de la senda trillada, no comenzaré mi examen por Francia, acostumbrada a todas las preferencias, incluso a las de la crítica, porque en muchas cosas, sobre todo en cuanto se refiere a la república de las letras, no siempre la preponderancia política de una nación es legítimo fundamento para su primacía. Francia, por la divulgación de su lengua, por el lugar que ocupa en Europa, por el influjo que tradicionalmente ejerce en todos los pueblos, es hace siglos la maestra del mundo. Ella le impone sus modas, sus sistemas, hasta sus caprichos: aun cuando a menudo los anchos cauces por donde envía a los demás países el caudal de sus conocimientos o de sus gustos no lleven aguas límpidas y cristalinas, y arrastren en su corriente -como quizás en estos momentos sucede- el légamo de una civilización que en el exceso de su refinamiento ha llegado a todos los extravíos, a todas las excentricidades y corrupciones de una vejez impúdica y gastada.
     Principio, pues, mi estudio por Inglaterra, que en el transcurso de los últimos cien años es, a mi modo de ver, la nación en donde la Poesía lírica se ha elevado a más envidiable altura. Un célebre crítico, coincidiendo con una opinión expuesta por mí hace tiempo, sostiene con copia de razones y datos que los eclipses literarios son rarísimos en la Gran Bretaña, y que, merced al aura vivificante de la libertad que todo lo rejuvenece en aquel país, apenas el curso de la vida arrebata entre sus veloces ondas una generación poética, cuando se ve apuntar por Oriente otra nueva, no menos inspirada que la que acaba de extinguirse. En Inglaterra, como en ningún otro estado de Europa, la poesía recorre toda la gama del pensamiento, desde las angustias del alma mística que apesadumbrada de las miserias del mundo, vuelve los ojos hacia la patria celestial, hasta los gritos de furor de la materia ensoberbecida que se encara con Dios y le maldice y le execra. «No hay poesía -dice Taine con exacto sentido- que valga lo que la poesía inglesa; que hable tan fuerte y claramente al alma, ni que la remueva más a fondo, ni que traduzca mejor con palabras, henchidas de ideas, las sacudidas y arrebatos del ser interior». Su variedad es infinita. ¡Qué diferencia no existe entre las vaporosas creaciones del prerrafaelismo, representado por el pintor y poeta Rossetti, que intenta implantar en la literatura inglesa el espíritu italiano de la Edad Media, con sus figuras de mujer tan suaves y angélicas como si hubiesen sido arrancadas de los cuadros del Giotto, con sus amores platónicos velados en beatíficas alegorías, parecidos a los que inflamaron el corazón del Dante y del Petrarca, con sus imágenes tan intangibles como las ficciones de un sueño y tan transparentes como la claridad de los cielos, en donde, sin embargo, vibra tan hondamente la nota del dolor y de la melancolía del siglo; qué diferencia, repito, no existe entre esta poesía, y la inspiración turbulenta, panteísta y sensual de Algernon Carlos Swinburne y sus secuaces, en cuyas estrofas, caldeadas por la pasión, se funden por extraño modo las hinchazones huguescas con las reminiscencias clásicas, así como cuantas rebeliones, rencores y tempestades conturban la tierra! Difícil sería relacionar ambas escuelas, por tan inconmensurables abismos separadas, si una numerosa pléyade de poetas famosos no viniera a eslabonar con la graduada variedad de sus tonos líricos los dos términos del espacio abierto entre la musa impíamente revolucionaria de Swinburne y la musa más apacible de Dante Gabriel Rossetti. Destácase entre todos ellos la vigorosa personalidad de Tennyson, que simboliza, cual ninguna otra, el estado de muchas inteligencias de nuestro siglo, con su ansiedad constante, sus desfallecimientos fugaces, su inagotable misericordia para los débiles y desgraciados, y más que todo, con su resignada tristeza, propia del inmortal enfermo que se llama el género humano, condenado, según la doctrina pesimista, a vivir al azar y revolcándose sin esperanza de remedio en el duro lecho de su perdurable desventura.
     Si el plan que me he propuesto se redujera a exponer y juzgar en conjunto el estado actual de la poesía inglesa, abundantes materiales me suministraría para realizarlo, la rica variedad de caracteres con que, como veis, se ostenta. Pero no es este mi objeto; porque un estudio demasiado detenido acerca del movimiento general de la poesía en la Gran Bretaña, me robaría espacio para bosquejar la expresiva fisonomía de algunos de sus señalados maestros, que si no abrazan y compendian todas las manifestaciones del genio inglés en tan importante ramo de la literatura, son, sin embargo, su representación más alta o, por lo menos, más moderna.
     El primero de todos, por su antigüedad y fama, es el venerable Tennyson, que inclina la cabeza bajo el peso de los años y los laureles. Es este poeta célebre el vínculo de unión entre el ciclo byroniano y la edad presente. Sus primeros pasos en la senda del arte fueron tímidos e inciertos, y en sus composiciones juveniles descúbrense a cada paso reminiscencias de sus autores favoritos, principalmente de los poetas laquistas, que tanto influyeron a fines del siglo pasado y principios del actual en el progreso literario de Inglaterra. Poco satisfecho del éxito que lograron sus primeros ensayos, tuvo bastante fuerza de voluntad para guardar silencio durante diez años, al cabo de los cuales el águila ya crecida, habiendo encontrado los verdaderos elementos de su inspiración, levantó majestuosamente el vuelo, libre de las ligaduras que la habían sujetado. Puede decirse que desde entonces entró en plena gloria. Todavía en algunos de sus poemas, como en el indignado canto de Locksley-Hall, percíbese, aunque muy apagada, la nota personal de Byron; pero en los dos tomos que dio a la estampa en 1842, se hallan ya diseminados los gérmenes de su poesía, tan varia, tan dulce y tan armoniosa. Anúnciase en la Muerte de Arturo el poeta épico que posteriormente había de suspender la atención de sus compatriotas con los arcaicos y maravillosos Idilios del Rey, en donde evoca, con la magia incomparable de su estilo, las damas ideales y los caballeros sin tacha de la famosa Tabla Redonda. In Memoriam, breve colección de poesías dedicadas al recuerdo de un amigo querido, el hijo del historiador Hallam, muerto en la flor de la edad y de sus esperanzas, es el arranque impetuoso de un alma, que fatigada de andar a tientas entre las nieblas de la duda, busca, aunque sin dar con ellos, los senderos de la fe. El roble que habla, las Dos voces, Dora y la Reina de Mayo, son como la entrada triunfal que hace el autor en los dominios de la poesía íntima, llena de ternura para todos los dolores con que los desasosiegos de nuestro espíritu, jamás apaciguados, y los rigores de la naturaleza impasible nos acosan y atormentan. Los ayes de la pobre doncella tísica, cuyas doradas ilusiones de amor desvanece la muerte, precisamente para mayor sarcasmo, en los días en que nuestra fría e insensible madre la tierra engalana su seno con las más hermosas flores primaverales; y la conmovedora historia del rudo, pero noble marino Enoch Arden, que se salva del naufragio del mar para perecer en el naufragio de su corazón, cuando al volver de la solitaria roca en que por largos años le tuvieron aprisionado las olas, encuentra ocupado por otro hombre su puesto en el hogar, en el cariño de su mujer y en la memoria de sus hijos; estos dos interesantes poemas, en los cuales las víctimas inocentes de inmerecidas desdichas sucumben amando y bendiciendo la mano invisible que las hiere, muestran entero el pensamiento filosófico de Tennyson y el estado de su conciencia.
     Circula por ambas composiciones, y más o menos por todas las que ha escrito en el mismo género, un hálito de melancolía y resignación que, sin llevar el consuelo al afligido, le predispone, sin embargo, a la calma.
     Hay en el fondo de ellas, ¿para qué negarlo?, cierto dejo de desesperación tranquila, muy contagiosa en nuestro siglo, en el cual tantos corazones, hartos de luchar en las batallas del mundo, buscan en su mismo recogimiento, no la dicha en que no creen, sino el reposo que la alteración de los tiempos les niega. Almas estoicas, más que egoístas, proceden como el esclavo que, convencido de la inutilidad de sus esfuerzos contra el poder de un amo implacable, gime en silencio con los desgraciados que participan de su suerte, porque no ha perdido su generosidad ingénita, pero se doblega sin resistencia, sin odio y sin cólera, a la dura servidumbre. Tennyson es el poeta de la compasión, no el poeta de la esperanza. Aunque claramente no lo diga, a veces se trasluce en sus obras, ya en algunas frases sueltas, ya en exclamaciones que, mal de su grado, se le escapan, su falta de fe en la felicidad humana y acaso en la piedad divina. Tal vez abriga el triste convencimiento de que la humanidad está sentenciada desde su origen hasta el día sin sol en que se agoten en nuestro globo las fuentes de la vida, a seguir su curso tumultuoso bajo la inclemencia de la naturaleza y la indiferencia del cielo; mas ésta convicción no le irrita, ni le exaspera, ni despierta en él los instintos de la fiera incesantemente acorralada. Antes al contrario, acrecienta en su corazón el amor hacia los que soportan el común infortunio de la existencia, y parece como que les dice en sus dulcísimos cantos: «¡Hermanos míos, nuestro mal es irremediable! ¡Llorad y someteos!»
     Notable contraste forma, según os dije, el genio triste y plácido de Tennyson con la inspiración de Algernon Carlos Swinburne, que capitanea en el orden literario la falange revolucionaria y materialista en la Gran Bretaña. Este poeta no es un resignado, sino un rebelde que con alborotado acento enciende la sangre, pisotea el principio de autoridad y se revuelve contra Dios. Hay algo de atroz en su musa, ebria y lúbrica como una bacante. Enamorado hasta el delirio de la revolución social, abrasado en ira contra Cristo, sintiendo todos los acicates de la concupiscencia y todas las delectaciones de la crueldad, Swinburne canta algunas veces como habrían cantado Nerón y Calígula si hubiesen sido poetas; pero en forma espléndida, llena de cláusulas sonoras y de plasticidad tan perfecta, que recuerda las más admiradas estatuas del arte griego. En sus poesías el Himno del hombre, Ante un crucifijo, Mater dolorosa y Mater triumphalis, su impiedad sistemática y su furor contra Dios tocan en los límites de la epilepsia, así como en su poema dramático titulado Atalanta en Calydon, y en Anactoria, la pasión impura, el sensualismo pagano, el desbordamiento erótico adquieren proporciones monstruosas, rugiendo como bestias feroces hambrientas de carne viva. Es imposible que podáis imaginaros, no leyéndolos, los arrebatos con que estalla este frenesí amoroso, parecido a la locura, y si bien con las debidas atenuaciones, me habéis de permitir que traslade a mi discurso la menos escabrosa y cruel de sus estrofas, siquiera para defenderme ante vosotros mismos de la nota de exagerado. «Pluguiera a Dios -dice en Anactoria- que mis labios inarmónicos no fuesen más que labios colgados a los encantos acardenalados de tu blanco y flagelado seno; que en vez de nutrirse con la leche de las musas, se alimentaran con la dulce sangre de tus ligeras heridas...; que pudiera beber tus venas como vino y comer tus senos como miel; que de la cabeza a los pies tu cuerpo se anonadara y consumiera en el fuego del amor, y que tu carne se absorbiera con dolorosos estremecimientos en la mía». Basta lo expuesto para que se comprenda el carácter, el sentido y las aberraciones de este poeta, que si respondiera sólo a los impulsos de su genio arrebatado, si no le contuviese la sólida educación clásica que ha recibido, si no cubriera las desnudeces de su musa desgreñada con la refulgente túnica de su estilo, no habría conseguido, de fijo, en la meticulosa sociedad inglesa el lugar que, con alguna protesta, ha conquistado. Y paso, porque el deseo de molestaros lo menos posible me obliga a marchar deprisa, a ocuparme en el examen de otro poeta, Dante Gabriel Rossetti, iniciador de la escuela prerrafaelista o estética, el cual ofrece, a lo que entiendo, el caso de atavismo literario más curioso y digno de estudio que registra la historia.
     Rossetti, como indica su apellido de origen italiano, es hijo del célebre escritor revolucionario del mismo nombre, a quien las borrascas políticas y religiosas de su patria lanzaron de Nápoles, obligándole a emigrar a Inglaterra en donde se convirtió al protestantismo. Nacido en el seno de una sociedad hostil como la inglesa a las pompas católicas, y educado en edad poco dada a los místicos arrobamientos, Gabriel Rossetti salta, sin embargo, psicológicamente, por encima de las creencias de su país y de su tiempo, y cediendo a los impulsos de la sangre italiana, retrocede en su semejanza intelectual y artística, no a sus abuelos próximos sino a sus antepasados de los siglos XIV y XV. Ni las frías negaciones de nuestros días, ni la incredulidad burlona de la anterior centuria, ni las austeridades de la Reforma que había abrazado con toda su familia, ni los resplandores del Renacimiento leontino detienen su marcha retrospectiva, y cuando llega, atropellando por todo, al límite de su carrera, siéntese arrebatado por las visiones apocalípticas del Dante, cae en los éxtasis de Fiessoli y cierra los ojos, deslumbrado ante las creaciones del Giotto. En compañía de estos muertos gloriosos anda, como ellos piensa, con ellos siente y en su estética se inspira. Es un rezagado de la vida, que traspasando los siglos desvanecidos, cruza por el nuestro con el alma cargada de apariciones beatíficas y de alucinamientos celestes. La sorpresa que cansó en el mundo de las letras y las artes este recién llegado de los postreros días medioevales, fue inmensa. Su único tomo de versos, titulado Poemas, alcanzó éxito extraordinario, mezcla de curiosidad y sorpresa, y de la noche a la mañana viose proclamado apóstol y jefe de escuela. ¿Cómo no habían de maravillar, no obstante su sentido arcaico, aquellas figuras de mujer, diáfanas como las imágenes pintadas en los vidrios de las catedrales, casi incorpóreas, ceñidas de blancas túnicas flotantes como ráfagas, con la frente orlada de flores místicas y los largos cabellos, parecidos a la espiga madura, cayendo en rizadas ondas por sus espaldas; suaves, esbeltas, y como para ocultar sus angélicas perfecciones a los ojos profanos, medio envueltas en nubes de incienso? El sentimiento del amor que despiertan estas formas indecisas, es tan puro como el sueño de un niño; nada hay en él que estimule los apetitos de la materia, y más que el ardiente deseo de los sentidos, es como una tibia evaporación del alma. El poema La doncella bienaventurada, donde se destaca la imagen de la casta y amantísima joven que, inclinándose por fuera de la balaustrada del cielo, ve melancólicamente pasar ante sus ojos, como espirales de humo, los espíritus desprendidos de la existencia terrena, y llora no bien se persuade de que no asciende entre ellos su tierno bien amado, aún no libre del destierro de la vida; este singular poema, iluminado por los resplandores de la gloria, en cuyas estrofas se siente el aleteo de los querubines, el ritmo de los astros y el acordado canto de las vírgenes que rodean el trono de María es, a juicio mío, la manifestación más genial de Gabriel Rossetti. Transpira de sus delicadas estancias, como un perfume, la nostalgia de los cielos, el ansia de volar hacia esa región de venturas eternas, a donde van los que, según su feliz expresión, nacen cuando muren, y desde donde creía que estaba llamándole sin cesar la única y santa mujer a quien había amado en la tierra.
     Debo hablaros también, para completar mi reseña, de un anciano poeta, cuyo estro, contrariando las leyes de la Naturaleza, se ha desarrollado y crecido con los años: me refiero a Roberto Browning. Casi octogenario, ha conseguido atraer hacia las obras que escribe sentado ya en el borde del sepulcro, la atención y el entusiasmo de sus compatriotas.
     Es posible, según dice con mucha razón un crítico eminente, que desde Dante no haya habido en el mundo poeta alguno, incluso Göethe, que haya tenido más comentadores. En todos los pueblos de lengua inglesa, en Europa como en América, se han constituido numerosas asociaciones (Browing'societies), donde se discuten sus poemas, desentrañando su sentido, con tanto ardor como si se tratara de algunos pasajes obscuros de la Biblia o de la interpretación de indescifrables jeroglíficos egipcios.
     ¿Debe este venerable escritor renombre tan extraordinario a sus condiciones de moralista o a sus cualidades de poeta? No lo sé, ni hay para qué entrar ahora en este género de disquisiciones. Diré, sin embargo, por mi propia cuenta, que no siento por él admiración alguna. Creo yo que los poetas, y más en esta edad positiva en que toda alegoría ha perdido su valor y todo misterio su encanto, no deben escribir para ser explicados, sino para ser sentidos. Browning, gravemente preocupado con los problemas filosóficos y sociales desde un punto de vista puramente ético se hunde con frecuencia en sus abstracciones, como en un mar sin fondo; es difuso y poco claro, principalmente para los que hemos nacido en estas benditas tierras del mediodía, donde la idea, para que llegue a nuestro entendimiento, es menester que vaya impregnada de luz.
     Estragadas por las exigencias del público universal, más ávido de gustar el acre sabor de la novedad, por repugnante que sea, que de deleitar su espíritu con obras de verdadero mérito, las letras, y por tanto la poesía, atraviesan en Francia por un período de lamentable confusión. Reconozco que el deseo de excitar por cualquier medio la curiosidad del lector indiferente, hastiado o corrompido, es dolencia general en todas las literaturas de Europa; pero en la República vecina, donde la producción es tan enorme, el mal reviste excepcional importancia. Los mercaderes no sólo han invadido, sino que se han apoderado del templo y en él bulle, gesticula y vocifera una turba codiciosa de dinero, con más amor al negocio que al arte. Verdad es que hay todavía egregios escritores, poco dispuestos a sacrificar su nombre y su conciencia en aras de una reputación tan malsana como productiva -¡lástima sería que no los hubiera!-, pero tampoco es posible negar que el inmoderado afán de lucro ha trastornado en Francia muchos cerebros y muchos corazones.
     Dios me es testigo de que no me asusta ninguna doctrina, por atrevida que sea. Participo o no de ella, y la defiendo o la impugno con la vehemencia que nace de mi temperamento, si bien la tolerancia está tan arraigada en mí, que nunca se me ha ocurrido reclamar para la que me desagrada, ni siquiera para la que me indigna, los rigores de la proscripción. Creo firmemente que los principios, como los hombres, tienen sagrado derecho a la vida. Cuando son falsos o absurdos, cuando no satisfacen las necesidades del espíritu o van contra la ley natural, mueren sin necesidad de que la policía los persiga, el tribunal los juzgue y el verdugo los extermine. Sólo pido a aquellos que los profesan sinceridad y buena fe, y esto es, por desgracia, lo que más escasea, no sólo en la poesía, sino en todos los ramos de la literatura francesa contemporánea. Los escritores de París, que es el bazar intelectual del mundo, fabrican libros como cualquier otro artículo de comercio, más atentos al gusto del comprador que al suyo propio. No se cuidan de lo que sienten, sino de lo que sienten los demás, y según son los caprichos del mercado, así producen obras groseras o pulcras, sentimentales o inmundas. La cuestión para ellos es vender, y vender mucho, y vender pronto. Sin ir más lejos, Zola, el apóstol del naturalismo experimental, exagera su propio sistema porque no le siente, extrema la fría obscenidad de sus obras porque carece de ella; y como hay en su ser algo que es refractario a los mismos principios que proclama, a lo mejor, infringiendo los cánones de la escuela que ha fundado, se le escapa el acento idílico en la Culpa del abate Mouret, el simbolismo en Nana y la nota romántica en los últimos capítulos de Germinal. El poeta Richepin, especie de ogro, amamantado a los pechos de una civilización gastada, turanio, como él mismo se llama, pero turanio de pega, saturado de retórica clásica, y genuino representante del epicureísmo baudelairiano en su última degeneración moral, sufre también la fascinación del éxito o el acicate de la codicia, y prostituye su musa, lanzando sus Blasfemias a los vientos del escándalo. Mas como no escribe lo que piensa, ni expresa lo que su corazón le dicta, sus apóstrofes son pueriles como las amenazas de un chico, su impiedad es de relumbrón como un disfraz carnavalesco, y su lascivia la de un colegial que se la echa de corrido; sucia y mal hablada. Comparad, señores, el vocinglero aturdimiento de Richepin al increpar a Dios y revolverse contra las leyes divinas y humanas, con el lenguaje plácido y majestuoso en que Shelly expone su ateísmo y Leopardi su amor a la nada, y decidme francamente si al mismo tiempo que excitan vuestra risa las maldiciones ruidosas, las protestas campanudas y las burlas soeces del vate francés, no sentís que los cantos sublimes de aquellos eximios poetas os traspasan el corazón como una espada. ¿Y sabéis por qué? Porque de ellos rebosa un convencimiento, quizás equivocado, pero profundo, mientras que de las estrofas de Richepin, brota el negocio bajo su aspecto más cínico y aborrecible. No son más con todos sus primores, que un artículo de última moda, artificiosamente preparado por el instinto de la especulación, ávido y sin conciencia. Vuelvo a repetirlo: el ansia de alcanzar la notoriedad a toda costa, como el mejor camino para llegar rápida y fácilmente a la fortuna, ha perturbado en Francia los entendimientos más claros, y es el origen, no sólo de su corrupción intelectual, sino de las extravagancias apenas concebibles en que va insensiblemente cayendo.
     Ahí está, para no dejarme mentir, entre otras muchas sectas poético-artísticas a cuál más alambicada, la llamada escuela del decadentismo (según ella misma se apellidó, en un arranque de raro buen sentido), que como legítima heredera de los refinados parnasianos y adoradores de la rima rica en oposición a la rima natural, priva hoy en una gran parte de la juventud poética de la nación vecina, publica revistas en las cuales menosprecia todo el caudal poético de Francia como contrario a las nuevas reglas que proclama, e inunda el mercado de tomos de versos tan absurdos por su fondo como por su forma. No recuerdo género alguno de gongorismo que se acerque al de estos iniciadores. Ellos han roto con el ritmo, el metro, la rima, la sintaxis, hasta con el léxico de la lengua francesa, descubriendo sutilmente en los vocablos una doble o triple naturaleza simbólica ni siquiera sospechada, antes de la aparición en el campo literario de estos iluminados reformadores. No es tan sólo la palabra, como hasta ahora habían creído los simples mortales, el medio por el cual el pensamiento encarna y se exterioriza -acaso en este sentido es como menos valor tiene-; la palabra es sobre todo, para los culteranos del día, color, aroma, nota musical y figura geométrica. Hay según ellos palabras rojas, palabras azules, palabras amarillas, palabras verdes, violáceas, de todos los matices; las hay también ondeadas, rectas, circulares, planas; otras que contienen el olor del jazmín y de la violeta, del mar, de la carne femenina, de la tierra húmeda, y por último, muchas con bastante tonalidad para solicitar un puesto por derecho propio en el pentagrama. Con todos estos elementos exquisitamente combinados, escriben poesías, por lo menos así las llaman, en las cuales, sin que el lector se tome la molestia de leerlas -es el colmo de la felicidad- conoce de qué se trata, y sabe, si la escena pasa en un jardín, qué árboles le dan sombra, qué flores le perfuman, qué avecillas le alegran, qué cielo le cubre y qué personas le animan. Pedir más es gollería; como que cogiendo cualquier mortal el volumen de uno de estos vates quintaesenciados puede saturar su alma de poesía, sin más que mirarlo, palparlo y olerlo. Tal vez leyéndolo es como menos lo entienda.
     Sin embargo, enmedio de tantas extravagancias y perversiones del gusto y de la moral, originadas por el exceso de la competencia, Francia, gloriosa madre de grandísimos ingenios, puede mostrar en nuestros tiempos a la consideración y al respeto de las gentes, escritores, artistas y poetas de inestimable valía. Mas suponiendo que atravesase por un período de relativa esterilidad, la tierra que en la sucesión de tres centurias ha dado al mundo tantos y tan excelsos maestros en todos los órdenes de la actividad humana, tiene derecho, sin menoscabo de su fama, a reposar de su largo alumbramiento. No cuenta Francia en la hora presente con poetas de la talla gigantesca de Víctor Hugo. El eco, al repetir todavía el acento ensordecedor de aquel genio singularísimo, fecundo y desigual, que con las alas de la antítesis y de la hipérbole, ha recorrido los círculos de lo bello y de lo deforme, de lo grande y de la pequeño, de lo sublime y de lo monstruoso, ahoga y apaga con su resonancia póstuma las voces de los demás poetas franceses. A semejanza de los ríos caudalosos que, impulsados por la fuerza de su corriente, entran en el mar y prolongan largo trecho su marcha por encima de las olas, aquel desordenado e impetuoso raudal lírico flota aún y resuena sobre el abismo de la eternidad en que con tanto estrépito se ha precipitado. Es preciso, pues, para apreciar con imparcialidad el valor y la importancia de los poetas franceses del último tercio de nuestro siglo, apartar ante todo la memoria, no tanto de la estatura real, cuanto de la que un pueblo fanatizado atribuye al ídolo que ha perdido, la cual con el transcurso de los años, quedará reducida a proporciones siempre extraordinarias, pero menos colosales.
     Empezaré mi ligera reseña por Leconte de Lisle, heredero de Víctor Hugo en la Academia Francesa, por sus merecimientos propios y la recomendación especial del maestro; cosa, en verdad, extraña, porque su protegido simboliza la reacción más radical contra las exageraciones románticas, que habían poblado el teatro, la novela y la poesía de seres imaginarios, inverosímiles y absurdos. Mentira por mentira, ficción por ficción, Leconte de Lisle prefiere la helénica, donde al menos encuentra el arquetipo de la belleza eterna y la serena plasticidad de la forma.
     Pero él también extrema su doctrina, imponiendo a la poesía, para devolverla el reposo que ha perdido, la rígida inmovilidad de la muerte. Sostiene Leconte de Lisle que la poesía desciende de su pedestal y se degrada viviendo la vida humilde y participando de los sentimientos de los mortales. Según él, debe mostrarse ante el dolor humano tan desdeñosa e insensible como la naturaleza y los dioses. Es de esencia divina, y la dignidad de su alto origen la obliga a permanecer alejada de las miserias terrenas. Prescindiendo de todo aparato retórico, esto significa una violenta regresión a la suprema indiferencia que caracteriza en la historia el primer período del Renacimiento, sólo que con una circunstancia agravante en contra del poeta francés: es a saber, que el Renacimiento pecó por omisión involuntaria, y él peca por cálculo. Compréndese que, al despertar de la terrible noche de la Edad Media, el arte, tan rudo como el mundo de donde salía, quedase atónito, y deslumbrado ante aquel refulgente sol grecolatino, que de improviso hería sus ojos, y se concibe también que arrobado en la contemplación de un espectáculo para él tan nuevo como majestuoso, se olvidase por un momento de todo cuanto le rodeaba para no ver ni sentir más que la suavísima luz y la dulce música que le penetraban y envolvían. Pero en nuestros tiempos, cuando el escalpelo y la piqueta, es decir, el análisis y la crítica van reduciendo de día en día el campo de la ficción, cuando apenas nos deja conciliar el sueño el ruido de las cosas que a nuestro lado se derrumban, cuando el suelo removido vacila bajo nuestros pies, y no llega a nuestras almas doloridas sino confusamente el resplandor de los cielos, hay algo de vanidad inocente en el propósito de querer apartar nuestro espíritu de la triste realidad que nos acosa y en pretender distraer nuestra creciente incertidumbre con fábulas en que no creemos y con tragedias teogónicas que no sentimos. No: en todas las edades; pero particularmente en la nuestra, no hay para el hombre nada tan superior y tan interesante como el hombre mismo: fuera de él, todo es abstracción y sombra. Hay en la obra de Leconte de Lisle, fundada en un sistema, a mi entender erróneo, magnitud de pensamiento, corrección de líneas, riqueza descriptiva, número en el metro y abundancia en la rima; lo único imposible de hallar en ella es la vibración de la vida. No conozco en literatura alguna poesía más monumental que la que someramente juzgo; algunas de sus descripciones, acaso las mejores, parecen altos relieves de la Hélade o de la India; sus figuras, sin músculos, sin nervios ni sangre, tienen la quietud y el pulimento de las estatuas de mármol, y cuando considero la obra en conjunto me produce el efecto que me causaría un templo magnífico en donde no habitasen ni dioses ni hombres, iluminado por un sol esplendoroso que no calentara. Confieso, pues, que este famoso escritor con su grandiosidad, semejante a la de una cumbre nevada, me impone respeto, pero no me atrae ni me seduce.
     La veneración de Leconte de Lisle por el arte griego en su primitiva belleza, llega hasta la idolatría, conduciéndole al extremo de calificar de bárbaras todas las obras del ingenio que no se ajustan exactamente al molde de Homero y Esquilo. Podría afirmarse que para él la tierra quedó desierta, el cielo silencioso y el Parnaso vacío desde que aquellos excelsos poetas callaron.
     Extranjero en su propio siglo y ajeno por sistema a todas sus agitaciones, gózase ahondando en los misterios de las teogonías antiguas, y sólo le place pasear con los dioses, ya bajo los pórticos atenienses, ya en las sagradas selvas del Indostán, o ya entre las brumas tempestuosas del Norte. En este punto, su frecuente comunión intelectual con la mitología, y sobre todo, con los adoradores de Brahma, ha impregnado su poesía de un sentimiento panteísta que concuerda con las tendencias del pesimismo contemporáneo: el deseo de eterno reposo en el seno de la naturaleza, a la vez absorbente y creadora, en donde toda voluntad se anula, el hombre deja de ser hombre, y acaba al fin por confundirse con la divina esencia de la substancia universal. Sólo por este lado, es decir, por el más metafísico y menos comprensible para la multitud, coincide Leconte de Lisle, sin buscarlo, con una de las corrientes filosóficas de nuestros tiempos, acaso con la que mejor expresa el amargo desencanto y el cansancio intelectual de nuestra civilización febril y vertiginosa.
     Mucho original ha escrito y mucho ha traducido el poeta de quien trato; pero las obras que le han granjeado sólido crédito en la república de las letras son tres tomos de versos en los cuales ha reconcentrado su estética reformadora: los Poemas antiguos, los Poemas bárbaros, y los Poemas y Poesías. A pesar de la alteza de su numen, generalmente reconocida, Leconte de Lisle no es popular, y se explica bien que no lo sea por las razones que he expuesto al formular mi juicio sobre sus teorías literarias. El alejamiento voluntario y hosco de las realidades de la vida a que se ha condenado, le aísla entre la muchedumbre, a quien habla de cosas que no la importan y en un lenguaje que no entiende. Si de pronto sobreviniese la ruina total de nuestra civilización a consecuencia de un cataclismo tan violento como la irrupción de los bárbaros, y si pasada la tempestad, las generaciones futuras intentasen reconstituir para la historia aquella sociedad arrasada por la catástrofe, al dar entre los escombros con las obras perdidas de Leconte de Lisle, difícil sería que pudieran averiguar por el contenido de ellas, el tiempo y las circunstancias en que su autor había florecido. Hasta tal punto es impersonal e indiferente.
     Francisco Coppée, miembro desprendido del Cenáculo Parnasiano, cuya influencia sólo se deja sentir en él por su refinado amor a la rima nítida y acendrada, después de haberse contado en los primeros años de su juventud entre los más fervorosos discípulos de Leconte de Lisle, fue el poeta que antes se apartó del espíritu y de los procedimientos de su maestro. Leconte de Lisle husmea su inspiración entre los escombros del Olimpo devastado, Coppée la encuentra en la bullente variedad de la vida contemporánea; agrádale sólo a Leconte de Lisle, como he tenido ocasión de manifestaros, conversar con los dioses, a Coppée le atrae la dulce intimidad con los humildes y los desheredados de la tierra; Leconte de Lisle es impasible como la fatalidad griega, y Coppée tierno y conmovedor como un raudal de lágrimas. No levanta mucho el vuelo, pero se sostiene con cierta majestad, y si no siempre es verdadero, pocas veces deja de ser humano. La popularidad de este poeta, que cifra su mayor gloria en la sencillez, es grandísima, y ha llegado hasta nosotros, merced a la excelente traducción que de algunas de sus obras ha hecho uno de los más jóvenes cultivadores de la musa española. Esto, en cierto modo, me dispensa de entrar en más pormenores acerca del autor de El Relicario, de las Intimidades, del Confiteor, de la Huelga de los herreros y de tantas y tantas joyas en que la emoción desborda como el licor de una copa demasiado llena; pero no sin que reconozca, antes de pasar a otro asunto, la justicia con que ocupa uno de los primeros puestos entre los poetas franceses de la nueva generación.
     Con pena prescindo del delicado, melancólico y profundo Sully Prudhomme, que comparte con Coppée la predilección del público francés, así como de otros poetas que merecerían también el saludo de mi crítica. Pero mi trabajo, que daría materia para un libro, crece como la marea bajo mi pluma, y bien a mi pesar, me veo constreñido a proseguir en mi tarea sin detenerme, impulsado por la urgencia. Diré, sin embargo, para concluir, que la índole de la poesía francesa es hoy, en general, algún tanto afeminada e histérica; que el tono elegíaco predomina demasiado en ella, como es natural, aunque sensible, que suceda en una sociedad donde el árbol de la esperanza va quedándose desnudo de hojas, y por último, que si no renuncia a sus sutiles atildamientos, está expuesta a rodar hasta el fondo de su ya iniciada decadencia.
     Voy, pues, cumpliendo mi empeño, a formular mi opinión sobre la literatura rusa, en particular sobre la poesía, que ha sido hasta hace poco tiempo desconocida. Los tenebrosos crímenes que han ensangrentado y ensangrientan el vasto imperio moscovita, cometidos por algunas de sus innumerables sectas religiosas, políticas y sociales, cuya formación se debe, quizás por iguales partes, a los rigores del clima, a las asoladoras doctrinas del materialismo contemporáneo, a los estragos morales ocasionados por una prolongada opresión, y a los alucinamientos místicos, propios de una raza semiasiática, empezaron a excitar, no sin razón, la curiosidad de Europa. Pero el exaltado patriotismo francés, que ansioso de contar con el eficaz auxilio de Rusia, en la contingencia de guerras más o menos inmediatas, acaricia, abulta y ensalza cuanto procede de tan lejana región, es, o mucho me engaño, la causa que más ha contribuido a despertar la atención del mundo sobre los sucesos, las obras y los hombres de aquel enorme Estado.
     ¡Ay! hace mucho tiempo que en ese inmenso calabozo, sin aire y sin luz, la poesía, si no ha muerto, ha enmudecido. En los albores de nuestra centuria, cuando las ideas de libertad y progreso llegaron en las puntas de las bayonetas de Napoleón I hasta el corazón de Rusia, la poesía sintió de improviso correr por sus debilitadas venas el fecundo torrente de la savia primaveral. Dos inspirados jóvenes, que había formado la musa de Byron, entonces dominadora, abrieron con páginas de oro el libro de la lírica rusa, tal vez poco original en un principio, pero exuberante y desordenada como la vegetación de los trópicos. Era la hora de las ilusiones. Pronto el cansancio de una lucha estéril contra la resistencia cada vez más obstinada de las clases populares a entrar en el concierto de las naciones de Occidente, y la brutal persecución con que el despotismo se impuso a las tendencias innovadoras, apagaron el ardor de la juventud inteligente que había soñado con la regeneración de la patria. El menosprecio en que fueron cayendo los principios que tan calurosamente había abrazado la parte más ilustrada de la sociedad moscovita, el espectáculo de los demás pueblos de Europa, desgarrados por las facciones, y algunos años después, las consecuencias de la guerra de Crimea, que enardeciendo el patriotismo de la multitud, afirmó en la opinión y en el poder el predominio del viejo partido ruso, opuesto a todas las reformas, torcieron la dirección que aquel pueblo había parecido tomar, y la poesía, principal promovedora del movimiento fracasado, se encerró en el silencio más absoluto; porque las aves, cuando están tristes, no cantan.
     Desde entonces hasta nuestros días, la enfermedad intelectual y social de Rusia ha ido agravándose, y bajo el yugo de un despotismo incurable, podría decirse que el pueblo ruso se ha vuelto loco. Su facultad soñadora se ha atrofiado, porque nadie sueña entre los horrores del tormento, y la actual generación ha renunciado por completo en sus relaciones con la autocracia a toda idea de transacción y de paz; de suerte que ya no hay en Rusia más que rebeldes o resignados, pesimistas o místicos. Aguijoneada por los dolores cada vez más intensos del mal que la aqueja, no siente los placeres de la imaginación, ni encuentra en ellos lenitivo a sus crecientes angustias; busca remedios, remedios por todas partes, remedios a toda costa, y su literatura, respondiendo a esta necesidad generalmente sentida, se ha transformado en inmenso laboratorio donde todo se sujeta al análisis, al experimento y a la disección. Pero a medida que adelanta en su estudio, su esperanza ya amortiguada, va disipándose más, y el nihilismo revolucionario y el nihilismo místico van apoderándose de su conciencia. ¿Qué amor puede tener a una sociedad en cuyo áspero engranaje, siempre en movimiento, deja deshechos su cuerpo y su alma? Cuando un pueblo llega a tal estado, no tiene razón de ser la poesía; el único género posible en su literatura es la novela social, donde le sea fácil ver y comparar hora por hora, minuto por minuto, los síntomas y los progresos de su cruel dolencia.
     Un poeta ¡uno sólo! consigue todavía en medio de esta espantosa tribulación de los espíritus, hacerse oír con respeto de sus conciudadanos, y su voz, que permanece fiel a los altos destinos de la poesía, es voz de confortación y confianza. Apolo Maïcof, poeta esencialmente cristiano, se levanta con tranquila filosofía sobre el mortal desaliento o la ira demoledora, y condena ambos extremos como manifestaciones distintas de un mismo mal: la debilidad del ánimo. Saber resistir, saber perdonar, y en último caso, saber morir, son para él los supremos problemas de la vida. El drama Tres Muertes, que pasa por ser una de las obras maestras de Maïcof, desarrolla en forma enérgica y concisa este pensamiento, que después vuelve el autor a reproducir con mayor riqueza de pormenores, en otro poema del mismo género, titulado Los dos mundos. En el primero de estos dramas, no escritos para el teatro, el filósofo Séneca, el epicúreo Lucio y el poeta Lucano, complicados en una conspiración y condenados por Nerón a muerte, conversan por última vez mientras llega la hora del sacrificio, y expone cada cual, con admirable claridad, sus opiniones, sentimientos y creencias. Séneca, impasible, proclama en un arranque lírico de extraordinario vuelo la inmortalidad del alma; Lucano duda, se desespera y procura, aunque inútilmente, su evasión, y Lucio interviene en el diálogo de sus compañeros, o mejor dicho, le corta con sus escépticas y sarcásticas interrupciones. Un alumno predilecto de Séneca entra a verle a la sazón; refiere que una esclava ha sufrido las mayores torturas sin delatar a ninguno de los conjurados, y Lucano, al oírle, pasando, como todas las almas débiles, del decaimiento a la exaltación, teme parecer más cobarde que una mísera sierva, y en un arrebato de ira se da la muerte. Lucio, sin ilusiones y sin fe, muere burlándose como ha vivido, y sólo Séneca, que representa en este poema la fortaleza del varón constante, se salva. Antes de que tan inesperado desenlace termine la obra, Séneca exclama con ánimo sereno: «He perseguido en mi vida un solo fin, difícil de alcanzar: toda ella ha sido para mí hasta ahora una escuela de moral, y la muerte será mi última lección. Es ésta una letra nueva en el eterno y extraño alfabeto de lo desconocido; es como el principio de una causa infinita cuyo sentido misterioso empiezo a desentrañar. Mi camino ha terminado, ¿qué importa? Por la vida se va a la eternidad, y ya columbro desde el umbral de la noche, la aurora de nuevas existencias. No estoy al borde de la muerte, sino al borde de la resurrección». El mismo tema renace, como os he indicado, en Los dos mundos, que, según la opinión unánime de la crítica, es la obra capital de Maïcof; sólo que el problema se plantea, no ya entre algunas víctimas cuidadosamente escogidas por la tiranía, sino en el ancho escenario de la humanidad, y entre dos civilizaciones rivales. El poeta pone frente a frente la vieja y materializada sociedad romana, en cuya inteligencia se han extinguido todas las energías morales, y la humilde legión de Cristo, reclutada en las ergástulas, escondida en las catacumbas y diezmada en los circos, pero sobre la cual ha descendido el espíritu de Dios. Desarróllase el grandioso cuadro durante las horribles persecuciones neronianas, que alcanzan con tanta furia a los oprimidos como a los opresores, y unos y otros, aventados por la demencia del déspota, van, como leve hojarasca, arremolinados y revueltos hacia su trágico fin; pero ¡de cuán diferente manera! Los desalentados, los incrédulos y los corrompidos, mueren sin dejar detrás de sí más que el rastro de su sangre, como reses degolladas en el matadero, mientras los hombres de fe, los animosos y los purificados, mueren sentando las bases de una nueva y robusta civilización. ¿No es verdad que éstas son las enseñanzas viriles con que la poesía debe sacudir y despertar la voluntad enervada de los pueblos que, como el ruso, fluctúan entre la desesperación y el abatimiento? Porque, o yo me equivoco mucho, o no es infiltrando en la conciencia de los hombres la idea de que la libertad moral es vago fantasma de su deseo, ni convenciéndoles de su impotencia definitiva para quebrantar las cadenas con que los esclavizan fatal e irremisiblemente las leyes de la naturaleza, los vínculos de la sociedad, su propio organismo, la configuración de su cráneo, hasta la sangre que circula por sus venas, como se les prepara e infunde valor para las grandes batallas de la vida.
     Pero me acerco al término de mi discurso, y es menester que ponga fin a mis observaciones críticas sobre algunos de los más famosos líricos contemporáneos. No sin esfuerzo renuncio a emitir mi juicio sobre los poetas alemanes Federico Rodensteds y Roberto Hemerling, que figuran en el lugar más alto del Parnaso germánico, el primero por su colección de apasionados versos titulada Mirza Schaff, en la cual se respiran las brisas embalsamadas de Oriente, y el segundo por sus narraciones épicas Ashaveyo, El Rey de Sion y Herman Lingg, en donde traza con gran pujanza de genio los más sombríos cuadros de la historia. Pero aun cuando no sea más, quiero aprovechar la oportunidad con que la índole de mi trabajo me brinda, para consagrar cariñoso recuerdo a otro poeta distinguido, nuestro buen amigo Juan Fastenrath, que tanto ha hecho por las letras españolas, popularizándolas en su patria, y que ha iluminado el cielo de la poesía alemana con un rayo del sol de nuestra hermosa Andalucía.
     No obstante la presión que sobre mí ejerce el propósito de no fatigar por más tiempo vuestra paciencia, sería imperdonable que olvidase en mi desaliñada reseña al célebre italiano Josué Carducci, jefe y maestro de la novísima escuela de Bolonia, y en quien, por rara coincidencia, se amalgaman la inspiración del poeta y la perspicacia del erudito, sin que cualidades, al parecer, tan contradictorias, se perjudiquen ni estorben. Carducci maneja su dulcísima lengua como si fuese blanda cera, y ha llegado a escribir como Horacio escribiría si pudiese volver a platicar con las musas bajo las frondosas alamedas de Tibur. Enamorado de las formas clásicas como Leconte de Lisle, tiene sobre el poeta francés la doble ventaja de crear la belleza en un idioma más armonioso y flexible para el metro, y de haber abierto su entendimiento y su corazón a las tumultuosas pasiones de su siglo. Vate profundamente pagano y latino, daría la parte más preciada de su gloria por resucitar a Júpiter, si esta empresa no fuese, por lo menos, tan temeraria e imposible como la de matar a Cristo, Sus Odas Bárbaras pusieron el sello a su reputación, que ya había iniciado por toda Italia con el Himno a Satanás, en cuyas estrofas, cortas e incisivas como un dardo, canta las excelencias de la razón, emancipada de todo yugo, y ensalza su rebeldía.
     Aquí, señores, doy por terminada mi tarea. En la rápida e incompleta excursión que hemos hecho por el campo de la poesía habréis observado la sumisa complicidad de las musas con todas las tendencias materialistas de la época. Los más excelsos poetas se han puesto a su servicio, y la resistencia que ofrecen todavía algunos es como la del valeroso soldado de un ejército vencido y disperso, que prefiere la muerte a la ignominia de rendir las armas. Esto revela hasta qué punto el contagio se ha propagado y extendido, porque cuando la poesía, acostumbrada a volar por las alturas, no ha podido preservarse del mal, es porque los miasmas han envenenado todo el aire de la tierra. Es evidente que el equilibrio de la conciencia se ha roto; que la bestia ha prevalecido sobre el ángel, y que como consecuencia de este predominio, el libre albedrío aparece cada día más confuso, cuando no más anulado. Un fatalismo reflexivo que enerva las voluntades y debilita los caracteres, se ha apoderado del mundo intelectual, y se refleja en las más importantes manifestaciones del arte contemporáneo, singularmente en la literatura que es la gran vulgarizadora de todas las ideas. Las ilusiones de la vida y las piadosas promesas del cielo parecen haberse desplomado sobre muchos entendimientos superiores, acaso sobre los que más influencia ejercen en las generaciones actuales, y su voz llega a nuestros oídos como saliendo de entre los escombros de todo cuanto hemos creído, amado y reverenciado. ¿Qué nos queda ya de nuestro patrimonio divino? Nada más que la incierta vida; todo lo demás nos lo han arrebatado, y estamos reducidos a la última indigencia. Empezamos a ahogarnos en el seno de una civilización que nos deslumbra con sus inventos, sus maravillas y sus magnificencias; pero que al mismo tiempo nos roba el alma, y sentimos ya que vale mucho menos lo que nos da, que lo que nos quita. Por eso, en medio de las grandezas de nuestro siglo, la melancolía nos acompaña a donde quiera que dirigimos nuestros pasos; es como la sombra de nuestro cuerpo, o más bien, es la única almohada en donde reposa nuestra frente abrumada de pensamientos obscuros.
La humanidad ha perdido sus alas, y marcha por caminos desconocidos, sin saber a dónde. Pero como no puede seguir por estos derroteros, sin caer en la más desconsoladora atonía moral; como no es fácil que se resigne a sacrificar dentro del triste fatalismo científico en que va hundiéndose gradualmente la austera responsabilidad de sus actos, que tanto la dignifica; como no es racional que semejante estado, puramente patológico, se prolongue de un modo indefinido, porque todo ser organizado, individual o colectivo, propende, mientras alienta, a expeler el elemento morboso que le daña, yo os anuncio con fe profunda una próxima y regeneradora reacción, que iniciará, como siempre, la poesía. No sé en qué forma, no sé cuándo; pero es para mí seguro que el día menos pensado el cielo derramará la benéfica lluvia del ideal sobre nuestras almas agostadas.
   
     No lo dudéis: la hora de la redención se acerca. Siéntese ya el batimiento de alas de la poesía que, como celeste precursora, vendrá a calmar las tristezas del mundo con el himno inmortal de la esperanza. «Creo -nos dirá apaciguando con sus suavísimos acentos nuestras zozobras-, creo en la fuerza del espíritu y en las victorias de la ciencia; creo en fines altos, sacros y lejanos; creo en la fraternidad de los pueblos que, de siglo en siglo, se transmiten su pensamiento; creo en el bien, que con la blanca frente coronada de rayos, bajará a curar las heridas de las almas y a disipar las tinieblas de la tierra; creo en las flores de la esperanza que crecen en los sepulcros; creo en el progreso necesario de la humanidad hacia los eternos ideales de la justicia; creo que los hombres no están perpetuamente sometidos al error, aunque muchas veces, antes de lograr la verdad, pasen por negras aflicciones y estrechen entre sus brazos sombras vanas; creo en el vuelo del alma que nunca se está quieta; creo en el libre albedrío de los hombres y de los pueblos; creo, finalmente, en Dios.» HE DICHO. Arriba



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