La oración del poeta (Azorín)


         Señor, dame para descansar una casa tranquila. Mi cerebro ha trabajado mucho; mis nervios están agotados, deshechos; no tengo ya, Señor, ilusiones de nada. En las ciudades que visito, en el campo, no me interesan ya ni los monumentos ni los paisajes; siento un terror profundo, íntimo ante los hombres que me rodean. He recibido mucho daño en la vida; he gustado el amargor de la envidia; he soportado la necedad del elogio exagerado, inconsecuente; he visto cómo los más sutiles matices de mis versos eran desconocidos y cómo las cosas más toscas, más llamativas, eran aplaudidas. Señor, tengo un profundo cansancio en mi espíritu. No deseo ya conocer a nadie; no quiero estrechar nuevas manos; cuando por acaso en el trato social me encuentro con alguien a quien he de sonreír, apenas sí en mis labios puede aparecer una sonrisa triste.
         Señor, todo me parece ya locura, vanidad. Como vemos en nuestra juventud las apariencias de las cosas; como entonces atisbamos sólo el brillo y el calor de las acciones humanas, ahora veo lo de dentro, ahora advierto cómo todos somos locos en este mundo, de qué manera las cosas que perseguimos son tan falaces, tan deleznables, y qué clase y número de desatinos, enormidades y ridiculeces hacemos por ellas. Señor, ¿qué es la gloria? Señor, ¿para qué quiere escribir este pobre poeta sus versos? ¿Para qué estampar todos los días su nombre en esta hoja ese pobre periodista? Y ese político, ¿para qué arenga a las masas?
         Dame , Señor, una casa tranquila en el campo. Yo quisiera tener en ella unos pocos árboles verdes; si esa casa da al mar, yo comprenderé mejor a cada momento la inmensidad de lo infinito. Yo quiero tener también en esa casa un buen perro que se ponga a mi lado y que me mire silencioso con sus ojos de amor. Yo quiero ver todas las mañanas cómo las puntas lejanas de las montañas se ponen de color rosa; yo quiero ver por las noches las luces misteriosas de las estrellas. Y ahí, Señor, deseo pasar el resto de mis días, olvidado de todos, oscurecido, sin que nadie me nombre, sin que nadie me escriba.
         Señor, dame un momento de reposo; tengo en mi espíritu un profundo cansancio.
Azorín, artículo en “Blanco y Negro” (1907). Tomado de Maestro Azorín, de Alejandro Fernández Pombo; Ed. Doncel, Madrid, 1973 (pp. 64 y 65).

Comentario

         Este poeta inventado por Azorín, trasunto, como los protagonistas de tantos otros textos suyos, del propio escritor, dirige a Dios su plegaria para pedirle una casa. Es un hombre cansado, desengañado, herido (“he recibido mucho daño en la vida”); todo su anhelo es poder retirarse a esa casa, ponerse a salvo en ella de un mundo que lo ha dejado tan maltrecho y que ya no ejerce sobre él ningún poder de seducción. Esta plegaria incluye una breve descripción de esa casa con la que sueña como refugio: quiere tener árboles verdes (el verde es, por excelencia, el color asociado a ese reposo aquí implorado y que ya evocaba el salmista: “en verdes praderas me hace recostar”, Sal. 23), un perro que le dé amor y ventanas que le permitan ver las montañas, las estrellas y, a ser posible, el mar.
         Y ¿por qué quiere ver las montañas, las estrellas y el mar desde su casa el poeta? Un gran estudioso de la imagen literaria, Gaston Bachelard, tras dedicar un número considerable de páginas a explicar el “arquetipo de la casa”, espacio de refugio y de protección fundamental donde “se reúnen todas las seducciones de la vida replegada”, parece esclarecer este punto en las siguientes líneas: “La ventana en la casa de campo es un ojo abierto, una mirada sobre la llanura, sobre el cielo lejano, sobre el mundo exterior (...). No se podría dar demasiado valor a esas ensoñaciones enmarcadas, a esas ensoñaciones centradas en las que la contemplación es la vista de un contemplador oculto. Si el espectáculo tiene cierta grandeza, entonces parece que el soñador viviera una especie de dialéctica de la inmensidad y de la intimidad (...). El ser encuentra alternadamente la expansión y la seguridad” (La tierra y las ensoñaciones del reposo, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2006; p. 134.).
         Este movimiento dialéctico entre la inmensidad y la intimidad que hacen posible las ventanas de una casa de campo da pleno sentido a la oración de nuestro poeta. Un sentido que es, como se pone aquí de manifiesto, claramente religioso: el yo quiere desvincularse del mundo, ser “olvidado de todos, oscurecido”; pero ese mundo al que renuncia es el mundo social, el de los demás hombres, que le inspiran ya un “terror profundo, íntimo”. No es el universo natural; éste, por el contrario, quiere poder contemplarlo para comprender “mejor a cada momento la inmensidad de lo infinito”, es decir, para “religarse” a él, acercándose más a su Creador, a ese Dios a quien dirige sus palabras.
         Una casa en el campo con ventanas que den al mar: he ahí el ideal imaginario del contemplativo Azorín. No quiere ser como los ermitaños de tiempos antiguos, que vivían en el desierto a la intemperie; necesita la casa, ese espacio privado que lo ponga a salvo dentro de sus muros y facilite el recogimiento meditativo que ansía. Pero necesita también poder mirar al infinito, sentir que ese yo que se ha refugiado allí en busca de protección y cura para sus heridas no está solo, sino que forma parte de algo más grande; de algo que nuestra mirada no puede abarcar en su totalidad, pero que tiene su último fundamento en el amor. Amor es, también, lo que aún aspira a poder encontrar en la única compañía que solicita: la de un perro, ya que el ambiente enrarecido de la vida en la ciudad no le ha permitido encontrarlo en sus semejantes. Y, si Bachelard nos dice que “una ventana es un ojo abierto”, los ojos amorosos de ese perro serían a su vez  a modo de ventanas que pondrían en comunicación a ese poeta replegado en su intimidad con el mundo interior de otro ser vivo; una presencia muy necesaria para que la soledad no llegue a convertirse, del ideal de vida que nos presenta esta fantasía, en una tortura psicológica. Sabia decisión, la de pedir la compañía de ese buen perro: el ser humano (quizá sería mejor decir los seres vivientes en general) necesita nutrirse de amor tanto como de alimentos materiales, y no es seguro que nuestro poeta retirado, ermitaño novicio, cuente con el suficiente adiestramiento en la  vida interior como para encontrar esa fuente de amor en la contemplación de las estrellas.
         En efecto, este ideal de vida bucólica y extremadamente solitaria no puede considerarse sino como una fantasía, una ensoñación puramente literaria de Azorín, puesto que su biografía nos demuestra que prefirió vivir en una gran ciudad a retirarse a uno de esos pequeños pueblos que tan frecuentemente aparecen en su obra. Quizá encontremos mejor reflejado su auténtico ideal en estas otras palabras, escritas muchos años después de “La oración del poeta”: “la soledad para mí es indispensable; pero necesito que, cuando quiera salir de ella, pueda salir pronto” (Memorias inmemoriales, Ed. Magisterio Español, Madrid, 1967; p. 83.). Se trata, en definitiva, de la “alternancia entre expansión y seguridad” de que nos habla Bachelard.

Francisco J. Palenzuela

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