Gustavo Adolfo Bécquer: Rimas

Autor: Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870).

Obra: Rimas. Libro de los gorriones.

Fuente: Gustavo Adolfo Bécquer: Obras completas, edición de Joan Estruch Tobella, Cátedra, Madrid, 2004.



Antonio Barnés, Dios en las Rimas de Becquer from Antonio Barnés Vázquez on Vimeo.

página 62: Rima 12.

Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios
y luego ante su obra, se arrodilla:
eso hicimos tú y yo.
Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.

p. 67-68: Rima 24.

Las ropas desceñidas,
desnudas las espaldas,
en el dintel de oro de la puerta
dos ángeles velaban.
Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas, en el fondo
la vi confusa y blanca.
La vi como la imagen
que en un ensueño pasa,
como un rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.
Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
como atrae un abismo, aquel misterio
hacia sí me arrastraba.
Mas ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas:
-El umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa.

p. 74-75: Rima 38.


Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
esas... ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
esas... ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
nadie así te amará.

p. 81: Rima 50.

Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto... la he visto y me ha mirado...
¡hoy creo en Dios!



p. 82: Rima 52.

Cuando sobre el pecho inclinas
la melancólica frente
una azucena tronchada
me pareces.
Porque al darte la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.

p. 92-93: Rima 66.

Su mano entre mis manos,
sus ojos en mis ojos,
la amorosa cabeza
apoyada en mi hombro.
Dios sabe cuántas veces
con paso perezoso
hemos vagado juntos
bajo los altos olmos
que de su casa prestan
misterio y sombra al pórtico.
Y ayer..., un año apenas,
pasado como un soplo,
con qué exquisita gracia,
con qué admirable aplomo,
me dijo al presentarnos
un amigo oficioso:
-Creo que en alguna parte
he visto a usted-. ¡Ah, bobos,
que sois de los salones
comadres de buen tono
y andáis por allí a caza
de galantes embrollos;
qué historia habéis perdido,
qué manjar tan sabroso
para ser devorado
sotto voce en un corro
detrás del abanico
de plumas y de oro!
¡Discreta y casta luna,
copudos y altos olmos,
paredes de su casa,
umbrales de su pórtico,
callad, y que el secreto
no salga de vosotros!
Callad; que por mi parte
yo lo he olvidado todo:
y ella... ella... no hay máscara
semejante a su rostro.

p. 94-97: Rima 71.

Cerraron sus ojos,
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo;
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día
y a su albor primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo,
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedose desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba…
que pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidiose el duelo.
La piqueta al hombro,
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto.
Perdido en las sombras
yo pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a solas me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo,
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos...!

.............................................
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es, sin espíritu,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna,
aunque es fuerza hacerlo,
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos.



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