Bernardo Velado, poeta de trascendencias

  Gabriel Alonso-Carro y García-Crespo


Nacido en 1922, el quince de noviembre se cumplen cien años de su llegada a este mundo y en julio hizo diez que nos dejó. Hay seguro muchas personas más autorizadas que yo para glosar su figura que, por otra parte, ya fue magníficamente ensalzada en el volumen de homenaje «Introibo» (2011) coordinado por el también ya fallecido sacerdote Francisco Centeno. Me detendré en estas líneas en una de sus facetas a mi modo de ver más relevantes: la de poeta espiritual, si se me permite la expresión.

En Astorga y comarcas se suelen citar a poetas como los Panero, Eugenio Nora, Carro Celada, etc pero creo que se ha olvidado un tanto que -aunque quizá sea un poeta menor en el catálogo de la literatura española por su dedicación poético/litúrgica- Velado Graña aportó mucho con su pluma, trabajo y dedicación a una parcela de la versificación donde brilló con luz propia: la himnología española.

Un himno es una composición de tono poético, idealmente para ser cantado y con una marcada intención laudatoria. Desde la Antigüedad clásica los himnos han sido predominantemente religiosos, aunque no solo. En el Nuevo Testamento, aunque también en el Antiguo, se incluyen no pocos: destacando los escritos o atribuidos a S. Pablo. Como la mejor poesía, son una mezcla de rima y música, de versos y armonía. En el cristianismo hay una multisecular tradición hímnica desde los primeros siglos hasta hoy en día, siendo en latín hasta el Concilio Vaticano II (1965).

Y aquí es donde se D. Bernardo se reveló como una personalidad fundamental. El reto de renovar toda una literatura de himnos latinos que se había, como el buen vino, elaborado durante muchos siglos consistíó en crear un nuevo corpus en lengua española de esta clase de composiciones literario-musicales. El empeño era titánico y nada sencillo.

Se reunió a poetas para este cometido, se recurrió a escritores como Martín Descalzo o a catedráticos como J. M. Valverde pero ninguno pudo acometer la tarea. Cuando los textos litúrgicos postconciliares ya estaban preparados y dispuestos para su difusión faltaba aún incluir este conjunto indispensable de nuevos himnos. Y se acudió, en última instancia, a aquel sacerdote astorgano de querencias poéticas que además era experto en liturgia. Y a pesar de lo ingente del reto, lo acometió y con no poco éxito.

Partía de cero pues no se podía simplemente traducir los versos latinos vertiéndolos al castellano, debido a las características y personalidad propia de nuestra lengua. Así que inspirándose en la gran tradición himnológica latina él y los que colaboraron optaron por traducciones libres y adaptadas, recreadas literariamente en español, de las composiciones más importantes y significativas.

Por otro lado, se recogió lo más granado de la poesía española espiritual que respondiera a las características propias de un himno litúrgico, tanto de poetas clásicos como de contemporáneos, llegándose a completar una selección de la que Martín Descalzo no dudó en decir que incluía lo más selecto de la poesía española actual. Como se comprenderá, esta labor no se pudo acometer sino con una vasta cultura literaria previa, una notable sensibilidad lírica, una fabulosa capacidad de trabajo y una delicada mentalidad litúrgica.

Finalmente, no eran suficientes las adaptaciones de los clásicos himnos latinos ni el amplio abanico de la poesía religiosa en español (debido a que no toda se adapta a su uso musical, fin laudatorio o la temática precisada concreta). Así que se incluyeron hasta cuarenta y seis piezas compuestas por el propio Bernardo Velado, en primera instancia, porque en sucesivas renovaciones se quitaron e incluyeron otras muchas de su pluma. Además, fue el artífice de que se incorporaran hasta once poesías de Leopoldo Panero. De màs de cuatrocientos himnos recogidos, por encima de una octava parte eran suyos o del poeta de la Escuela de Astorga.

Tuve oportunidad de hablar con él en una ocasión de estos empeños poéticos suyos, que han dejado una honda huella en los libros oficiales de oraciones de lengua española (a este lado del Atlántico). Fue al final de sus días y todavía tenía en mente la preocupación por los nuevos himnos y composiciones dado que un nuevo corpus poético aquilatado, en calidad y cantidad, es una tarea de muchos años: una tarea de renovación y perfeccionamiento constante (como lo fue la gran tradición hímnica latina: sino, véanse los gruesos y numerosos volúmenes de la Analecta Hymnica Mediaevalis). 

Fue un ejemplar y atento vigía, custodio y transmisor de la mejor poética cristiana convertida en alabanza que la ha hecho accesible litúrgicamente para la oración y el canto (para todos, como pide el Concilio Vaticano II, no solamente para los consagrados). Por ello sólo, y sin olvidar todas sus otras grandes dedicaciones y proyectos: profesor del Seminario y de Religión preocupado por la formación de los jóvenes, Consultor y organizador de cursillos de Liturgia, Canónigo y Dean, Director del Museo catedralicio, especialista en Fray Luis de Granada,  etc, merece un recuerdo y homenaje con ocasión del centenario de su nacimiento.

Tuvo otra gran inquietud, de la que también me hizo partícipe en aquella ocasión: aunque lo hacía con todo aquel que mostrara interés o posibilidad de ayudarle. Se trataba de una Escuela de Música Sacra que trató de impulsar sin éxito pero con no poca intuición de la gran necesidad de ella en una España que ha olvidado las grandes cotas de maestría alcanzadas (T. L. de Vitoria, C. Morales, Guerrero, etc). Ojalá en un futuro se recoja lo que sembró en este sentido, y en otros. En el proyecto musical a buen seguro su hermano e inseparable Hortensio le acompañaría -alentándolo los dos- desde la Trascendencia en la que ya en esta vida habitaron gozosamente.







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