Poesía, isla de libertad

 Al estudiar la presencia de Dios en la literatura contemporánea se comprueba una vez más que la literatura es un ámbito de libertad.
Varios corsés constriñen al hombre contemporáneo. El corsé de una filosofía postrada ante las ciencias exactas y experimentales o encerrada en su propio lenguaje; el corsé de unos estudios humanísticos entregados a un positivismo fragmentario; el corsé de una búsqueda compulsiva de datos multiplicada exponencialmente por internet; el corsé de lo denominado políticamente correcto que no es más que un dogmatismo tan asfixiante como mediocre... Todo ello sume al hombre en una atmósfera de culto a la información, no al conocimiento, donde lo fragmentario, provisional, inmediato y reduccionista, sobre todo reduccionista, sustituyen al verdadero saber.
Frente a este panorama se mantienen islas de libertad. Una de ellas es la literatura y, en particular, la poesía. En la novela el narrador se viste habitualmente de cronista; y en el teatro se esconde detrás de los personajes. Pero en la poesía lírica, que es la que reina en los últimos siglos, el yo aparece desnudo y en primer plano: un yo que puede ponerse el mundo por montera y expresar sus ideas, decisiones y sentimientos. El carácter apenas venal de la poesía, no sometido al mercado de best-sellers y expositores de grandes almacenes, permite mayor sinceridad o al menos mayor verosimilitud en la sinceridad.
La literatura podría definirse como el conjunto abierto de discursos orales o escritos con los que el ser humano crea espacios ‒no sometidos a las leyes físicas‒ para ampliar sus posibilidades de conocer, amar y disfrutar, más allá de lo puramente sensible. Estos mundos virtuales literarios, en flujo y reflujo continuo, permiten al hombre reconocerse, interpretar, evadirse, transformarse y transformar. 



 La poesía no puede negar la metafísica, porque ella misma es una explosión de metáforas y símbolos. La poesía no puede refugiarse en un objetivismo que esconda el subjetivismo de cualquier discurso, pues en ella el yo aparece sin ambages. La poesía no puede mostrar un frío lenguaje académico que escamotee lo vivencial. La poesía puede utilizar el diálogo, sofocado a menudo por el tratado solipsista o la vocinglería mediática.
Escribió Hegel que la lectura de periódicos era la oración de la mañana del hombre moderno. He ahí pues su drama, chapuzarse en lo fragmentario, inmediato, reduccionista y provisional y salir a la calle con ínfulas de sabio o, al menos, de entendido.
La oración de la mañana del hombre de cualquier época habría de ser una comunicación poética, bella, verdadera, justo lo contrario de estos océanos verbales, auténtico chapapote, que han consagrado las redes sociales, donde la palabra queda degradada a chusca pulsión fónica.
Los grandes temas humanos, otrora de la filosofía: Dios, el mundo y el hombre encuentran en la poesía un ámbito privilegiado, libre.
A Rubén Darío, según Arturo Marasso, “la ciencia contemporánea dedicada a desentrañar la vida sin contar con la causa primera le entrega al espanto; los filósofos modernos no abren camino a su sed; recluído en sí mismo o por recluirse, pide al arte su intuición salvadora”.[1]

Pese a la reticencia ante la metafísica de no pocas filosofías, Borges puede plantear la cuestión sobre el determinismo e interrogarse sobre la existencia y esencia divinas:
Ajedrez

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
        
Frente al materialismo imperante, Antonio Machado admite la posibilidad de la acción de Dios en la inspiración poética:

Tal vez la mano, en sueños,
del sembrador de estrellas,
hizo sonar la música olvidada

como una nota de la lira inmensa,
y la ola humilde a nuestros labios vino
de unas pocas palabras verdaderas

    En contraposición a un espiritualismo sin Dios o a un teísmo de motor inmóvil aristotélico o estoico, Ernestina de Champourcin escribe:

                 Tú solo. Nada más.
Tú solo. Nada menos.
—Tu presencia en mi alma
y la ausencia en mi cuerpo
de lo que no eres Tú.
¡Qué trueque de silencios!
Silencio tuyo en mí
y silencio secreto
de todos los vacíos
que Tu mano va abriendo.
Entre tanto callar
qué marcha hacia lo eterno

En el siglo XX pueden escribirse relatos de conversión, como este de Carmen Laforet, paralelo a los autobiográficos de Claudel, García Morente o Frossard:

—¡Dios mío —dijo Paulina—, Dios mío!
Y por primera vez, sus palabras no eran una costumbre mecánica, sino algo lleno de reverencia y significado.
Nada le sucedía. Sus nervios estaban tranquilos, su carne en paz, mientras aquella profunda sabiduría se le metía en el espíritu... Y era al mismo tiempo la comprensión de Dios, Felicidad Infinita, Amor Eterno, al que toda nuestra vida tiende, para El que existimos, para El que crecemos, amamos, sufrimos, anhelamos y nos moldeamos... Y era también el sentimiento de este mismo Dios infinito metiéndose en el alma para prender en ella esta sabiduría... Y, además, aún, la seguridad de que Dios mismo, El que espera y llama, El que entra en el alma y la arrebata, Dios, enseña el camino de este deseo... Dios se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre. Dios vivo y Hombre vivo, para deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo.

        Sonetos-plegaria, como este de Gerardo Diego:

Ten compasión, Señor, de tanta gloria
y tanta muerte y tan rebelde nudo.
Era un hombre no más, solo y desnudo,
esclavo encadenado a su memoria.

Cuánto pesa la púrpura irrisoria,
cómo abruma al ungido, al que ser pudo
dueño de tanto azar y cayó, rudo
gladiador contra el bloque de su historia.

Cuántas veces luchando en la faena
buscaba aire y era nazarena
fe, fe viva y causal lo que pedía.

Todo el ruedo se ha abierto en horizonte.
Y cómo lanceaba y qué armonía.
Apiádate, Señor, de Juan Belmonte.

 O versos emanados de la Pasión de Cristo, como hace José Luis Appleyard:

Un Dios en los infiernos.
Un Dios entre nosotros.
Y el Amor como antorcha de delicioso fuego
es la materia única y es la esencia del Todo.
Solo un Dios embriagado de divina locura
puede hacer lo que has hecho,
oscuro nazareno.
Y el sábado se impregna de luces, a destiempo,
porque por fin llegaste, Señor,
hasta mi infierno.

 Aún un no cristiano y casi no creyente como Joseph Brodsky, puede inspirarse en Cristo en su búsqueda de sentido:

Huida a Egipto

…no se sabe de dónde surgió el guía.

En el desierto, elegido del cielo para el milagro
por su semejanza, pasaron la noche
y alumbraron la hoguera. En la cueva
que cubría la nieve, sin presentir su destino,
dormía el niño en la aureola dorada
de sus cabellos que, en un instante,
se acostumbraron a irradiar su luz—
no sólo entonces y en aquel lugar de tez oscura,
sino, en verdad, por todo el mundo, como la estrella,
mientras exista la tierra: por doquier.
25 de diciembre de 1988

“Se vuelve ridículo no intentar conocerse a sí mismo, cuando se aspira a conocer las demás cosas” (Platón, Fedro, 229E-230ª). Esta frase de Platón permite un diagnóstico certero de la modernidad. Unas filosofías que, al negar la metafísica, cierran el paso al conocimiento propio y, paralelamente, un ingente avance en el conocimiento de la naturaleza mediante las matemáticas y las ciencias experimentales convierten al hombre en un gigante de cara al exterior y en un enano de cara a su interior: su tesoro más valioso, según Platón. La tecnología ha creado máquinas a través de las que miramos al mundo, y seguimos sin saber mirarnos a nosotros. El hombre, como niño con zapatos nuevos, juega con sus dispositivos electrónicos, buscando en ellos un poder y un placer en los que cifra su felicidad. Pero el hombre es un ser en busca de sentido (Viktor Frankl) al que el poder y el placer le resulta insuficiente.
Ni por la via mathematicarum ni por la via scientiarum experimentalium ni por la via technologica el hombre va a encontrarse consigo mismo y con el otro. Solo la via poética le faculta para ese primer deber humano: nosce te ipsum, condición necesaria y concomitante del nosce alterum: conoce al otro.
 Ni la omnipresente política (sustitutiva de la providencia) ni el insaciable mercado (compañero inseparable del poder, a veces compañero y otras veces amo) pueden dotar de sentido al hombre, su vida y su destino. Tampoco unas humanidades hechas a golpe de calculadora y tubo de ensayo. La política siempre será penúltima, nunca última, pues no acompaña al hombre al sepulcro. El mercado tampoco es capaz de redimir al hombre, pues como rey Midas, convierte en mercancía todo lo que toca.

 La poesía es uno de los pocos ámbitos que nos facultan para trascender el binomio poder-tener, para aspirar a ser más frente a tener más, a ser mejor frente a estar mejor.


Pero examinemos los poemas: Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. Borges ha personalizado las piezas del ajedrez, operación habitual del hombre: convertir en persona todo lo que toca. No saben que la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor adamantino / sujeta su albedrío y su jornada. Pero la operación no es inocente, pues prepara la comparación entre las figuras del tablero y los seres humanos. Claro, es ingeniosa la asimilación de los hombres a las piezas de ajedrez. Lo que sucede es que las piezas son inertes, no son seres vivos, ni vegetales, ni animales ni humanos. Y a efectos de disertar sobre la libertad frente al determinismo es importante. Las piezas no saben que no son libres porque no saben en absoluto. Borges afirma por argumento de autoridad que somos movidos como piezas de ajedrez:  También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y blancos días, para acabar desvelando su pensamiento, sin el velo de las metáforas, de los símiles: Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.        / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías? Interrogación retórica que bascula hacia el agnosticismo o el ateísmo, pues plantear la cadena de dioses es una especie de reductio ad absurdum.

El soneto es ingenioso, y poéticamente logrado. El símil es lúcido y plástico. El parangón de los escaques del ajedrez con las negras noches y los blancos días, en quiasmo, es magistral. La descripción de la vida como polvo, tiempo, sueño y agonías es genial desde una perspectiva barroca. La sensibilidad aprueba el soneto, la lógica pone objeciones, pero, por encima de todo, valoramos la libertad con la que el poeta plantea una cuestión intensamente metafísica: libertad o determinismo, Dios o azar.


Los versos de Antonio Machado Tal vez la mano, en sueños, /
del sembrador de estrellas, / hizo sonar la música olvidada / como una nota de la lira inmensa, / y la ola humilde a nuestros labios vino / de unas pocas palabras verdaderas
son claro ejemplo de una virtualidad esencial de la poesía: su capacidad de expresar sentidos infinitos con medios finitos o, dicho con palabras de Ezra Pound,
la poesía “es la forma más concentrada de toda expresión verbal”.
En estos brevísimos versos Antonio Machado sugiere que Dios es la causa última de la inspiración poética, promotor de la armonía universal, que esa armonía cósmica es musical, cuyas notas bastan para producir la inspiración, que opera suavemente, durante el sueño, y que la inspiración del arte, el pulchrum, tiene que ver con el verum, la verdad. Todo eso en escasamente 35 palabras. En una época como la nuestra de tanta inflación verbal, que se pueda decir tanto con tan pocas palabras es un desafío. Machado relaciona la inspiración con Dios, el proceso inspiratorio con el sueño, la inspiración con la verdad. Enlaza el macrocosmos con el microcosmos humano “mundo abreviado”. Forja metáforas preciosas: sembrador de estrellas, lira inmensa, ola humilde. La música olvidada posee un fuerte sabor platónico. Tras el cientifista siglo XIX y en un siglo donde el subconsciente será exaltado sin referencias sobrenaturales, Antonio Machado se permite establecer el sueño como cauce de comunicación divina.

Dios es el único ser que puede escuchar al poeta en tiempo real cuando se convierte en el Tú al que el yo poético se dirige. Eso es lo que sucede en el poema de Ernestina de Champourcin. Si algo ha traído el cristianismo es el tuteo con la divinidad, con Dios, al haber asumido “uno de la Trinidad” la naturaleza humana, la voz y la lengua humanas. El poema de Ernestina transmite una confianza ilimitada de la poeta con Dios, una conversación propia entre enamorados. Tú solo. Nada más. / Tú solo. Nada menos. / —Tu presencia en mi alma / y la ausencia en mi cuerpo / de lo que no eres Tú. / ¡Qué trueque de silencios! / Silencio tuyo en mí / y silencio secreto / de todos los vacíos / que Tu mano va abriendo. / Entre tanto callar / qué marcha hacia lo eterno. “La ausencia en mi cuerpo de lo que no eres Tú” es una forma bellísima de expresa que Dios invade todo su ser, alma y cuerpo. Desde el Cantar de los Cantares el lenguaje erótico ha entrado a formar parte de la expresión del amor a y de Dios. El “trueque de silencios” expresa al máximo el valor comunicativo del silencio. El “silencio secreto” es un pleonasmo original, la intensidad del callar… Es difícil escribir algo más denso sobre el binomio amor / silencio.


La diferencia entre el poema de Champourcin y la prosa de Laforet es que esta últim narra el encuentro, el flechazo, el momento de la conversión. En este caso la conversación se limita a un “Dios mío” no maquinal, y lo demás es el relato del momento de iluminación. Es una iluminación que empieza siendo intelectual y acaba llenando el ser: comprensión, sentimiento, seguridad: es la gradación. La conclusión es cristológica: Dios se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre. Dios vivo y Hombre vivo, para deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo. Reflexión que Champourcin vivencia endiálogo y Machado atisba intuitivamente. “Deletrear een el lenguaje de los hombres el secreto del universo” es otro modo de decir: “una nota de la lira inmensa […] a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas.



[1] Arturo Marasso: Rubén Darío y su creación poética, Kapelusz, Buenos Aires, 1973, p. 10.

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