Quien busca a Dios con ahínco ama, y quien ama posee; y siente la voz amante de Dios en la creación, en el misterio de las noches bellas y goza de la armonía de su semblante en el suave temblor de las estrellas. La oscuridad invita al miedo, pero, aunque es de noche, el amante acaba recostando su cabeza en el pecho del amado. Tras la oscuridad, la luz. Durante el día el resplandor se desvanece, pero desde el crepúsculo aparece en el aire vivo y puro, como desangrándose y esparciendo su sangre por el cielo y por el mar. Fuego y brisa celeste bajan al agua marina y lamen las tierras vecinas.  

Noche estrellada, amanecer, día.

Movimientos de búsqueda, con anhelo, ahínco, gestos de temor, encuentro de un amado, sobre quien se recuesta la cabeza. Despertar con el crepúsculo, renacer, sorpresa ante la luz.


Dios no está solo en los templos; como un corzo corre por fontanas, bosques, lagos, hasta penetrar en las almas. Inmenso resplandor para la vista, pura música para el oído, entra en nuestra alma en silencio y allí nos acompaña, nos enseña a vivir y a amar y subimos a la cumbre de la montaña. La niebla vela a Dios, mas no lo oculta, pues desciende sobre nosotros como el rocío, que al caer sobre el alma en el crepúsculo desciende hasta el mar y hace nacer las palabras, que nunca mueren. Palabras poéticas, versos soñados, inspirados, palabras que hinchan los libros en una biblioteca celeste 

A gusto se siente Dios dentro del alma y el alma se goza en su presencia. Dios, ciego de ebriedad, recorre todo el cuerpo despertando amor, circula por la sangre, se queda en las entrañas e intercambia silencios, mientras surge un dolor en el costado. Se extiende también por el hogar, desbordándose como el espumoso mar en nuestras manos. Dios ama lo pequeño, y hasta del estropajo hace hamaca y almohada, pues anda entre los pucheros e incluso en el agua honda de las vasijas. 

Dios reside en los hombres, es amor y se vierte en sus criaturas: es padre que está en la tierra, en el cigarro, en el beso, en la espiga, en el pecho, en el abrazo que damos al amado que nos ama, en la ciudad, entre la prisa, entre el ruido, en las altas torres firmes de orgullo y vidrio, en las luces infinitas, increíbles como los astros. Y se sube al tranvía a hablar con los despiertos. Y nos llama desde la catedral. Ven, dice, a nosotros, almas que tiemblan de soledad y aun de dudas 

Él, que curó, echó demonios, murió y se levantó. Él que anduvo desnudo buscando abrigo. Y que fue abandonado, despreciado, burlado, rodeado, apuntado y cercado. Compartió nuestro infierno, embriagado de amor ardoroso, tras morir. Finalmente, baja desde lo más alto, se esconde en una cárcel y se muestra con cuerpo blanco y redondo, palpitante y desnudo.  

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