deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo

 


—¡Dios mío —dijo Paulina—, Dios mío!

Y por primera vez, sus palabras no eran una costumbre mecánica, sino algo

lleno de reverencia y significado.

Nada le sucedía. Sus nervios estaban tranquilos, su carne en paz, mientras

aquella profunda sabiduría se le metía en el espíritu... Y era al mismo tiempo

la comprensión de Dios, Felicidad Infinita, Amor Eterno, al que toda nuestra

vida tiende, para El que existimos, para El que crecemos, amamos, sufrimos,

anhelamos y nos moldeamos... Y era también el sentimiento de este mismo

Dios infinito metiéndose en el alma para prender en ella esta sabiduría... Y,

además, aún, la seguridad de que Dios mismo, El que espera y llama, El que

entra en el alma y la arrebata, Dios, enseña el camino de este deseo... Dios

se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre. Dios vivo y

Hombre vivo, para deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del

Universo (Laforet 1955: 128-129).

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