hay ciertas dimensiones en la literatura, en las artes, en la música, pero también en la filosofía, que permanecen inaccesibles si la cuestión de la existencia o inexistencia de Dios se despacha como un disparate

Quienes me acusan de que me disperso me halagan. Mi visión es casi de un solo bloque. Yo era muy joven cuando publiqué Tolstói o Dostoievski, donde no dejo de sostener que lo que distingue a estos dos autores de un Flaubert o de un Balzac, y lo que los acerca a un Melville, es la dimensión teológica, la cuestión de la existencia de Dios. El libro esboza lo que Presencias reales desarrolla treinta y cinco años después. Estoy convencido de que hay ciertas dimensiones en la literatura, en las artes, en la música, pero también en la filosofía, que permanecen inaccesibles si la cuestión de la existencia o inexistencia de Dios se despacha como un disparate.
El ateo consecuente es un ser muy raro y me inspira un respeto y un espanto profundísimos. El noventa por ciento de las personas vivimos entre dos aguas, en las aguas de una herencia aproximada compuesta por supersticiones, imaginaciones, miedos y esperanzas. Si suena el teléfono durante la noche y nos comunican que nuestro hijo ha tenido un accidente de carretera, imploramos a Dios. Es una condición humillante. El verdadero ateo y el creyente visceral -el hombre para el cual reina un orden en el universo, para el cual hasta la muerte de su hijo, por insoportable que sea, tiene sentido en una determinada dimensión- son un grupo muy pequeño. Hemos hablado de mi convicción, cada vez más profunda, de que existe un mal absoluto. Me gustaría estar tan convencido de la existencia de un bien absoluto.
Pero tengo la certidumbre de que no seremos ya capaces, en Occidente, de producir ciertos órdenes de literatura, de arte, de música y de pensamiento si el consenso cultural es tal como lo querrían el positivismo lógico y la filosofía lingüística de Oxbridge: una frase que contenga la palabra Dios es necesariamente una frase absurda. Si prevalece este punto de vista, no creo que salga gran cosa de ello.
George Steiner. Los logócratas.



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