con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.

La imagen clásica ha sido la de la creación divina, la de Dios haciendo el mundo y el hombre. Explícitamente o no, se ha entendido al gran escritor y al gran artista como un simulacrum del decreto divino. Con frecuencia, se ha sentido rival amargo o amante de Dios, su competidor en el acto de la invención y la representación. Para Tolstói, Dios era «el otro oso del bosque», al que había que hacer frente, con el que había que luchar. Toda la metáfora de la «inspiración», tan antigua como las Musas o como el soplo de Dios en la voz del vidente o del profeta, es un esfuerzo para dar una razón de ser a las relaciones miméticas entre la poiesis sobrenatural y la poiesis humana. Con una diferencia capital. El problema de la creación divina ex nihilo ha sido debatido en todas las grandes teologías y en todos los grandes relatos mitológicos del misterio del comienzo (incipit). Hasta el escritor más grande entra en la casa de un lenguaje preexistente.
Puede, dentro de unos límites muy estrictos, añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una vida nueva a las palabras «muertas», incluso a lenguas muertas. Pero no forma su poema, su obra teatral o su novela «de la nada». En teoría, cada texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua (de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel). No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección, de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.
George Steiner: Los logócratas.


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