UN SENTIMIENTO DULCE
Estos últimos años he estado
despidiéndome de
todos y de mí:
diciendo adiós a cada cosa,
cada perfil, cada
palabra
y, por vez primera en mi vida,
he sentido eso que se llama piedad
y que es –o puede
ser– un sentimiento dulce
que nos hace mirar
hacia nosotros mismos,
pero no con el
vértigo de su relieve ácido
sino con un amor a
todo lo que somos
y a cuanto con
nosotros se dispone a morir:
una tarde en penumbra, una mañana absorta,
el vuelo de las aves,
una ciudad con torres y espadañas,
el recuerdo del mar,
una conversación con los amigos,
la lección de un
maestro, el rapto del amor,
lo que aprendimos, lo
que no sabemos,
lo que con nosotros vivirá, lo que quisimos,
y lo que no nos quiso, lo que nos dejó a un lado,
lo que ni nos miró,
lo que nos dice adiós
de todas las maneras,
y los puntos del tiempo
a los que no se puede
regresar.
Me despido de todos y
de todo,
no de vosotros sólo:
me despido, sobre todo, de mí,
con quien sé que
nunca más voy a encontrarme–
que otro cruza la calle que yo piso,
que otro lleva la ropa que yo llevo,
que esta boca que
dice lo que dice
no ha sido ni es ni
será nunca lo que yo;
que quien escribe
este poema es otro
distinto también a
quien lo lee
y que la identidad es
un magma
de muchas y muy
pequeñas cosas
que cada día hay que
recuperar
porque, si no, se
extingue, se diluye, se borra
como ahora mismo yo,
y también tú, me voy,
nos vamos, borrando y
diluyendo,
en una página no
escrita o en algo aún por escribir,
hacia dentro de algo
que queremos creer
que es uno mismo,
pero que no lo es: es
siempre otro el que nos acompaña;
es siempre otro lo
que llamamos yo.
Por eso la vida es un
exilio
pero no de un punto
sino de todo el tiempo
y de todas las
personas que hemos sido,
que somos y seremos
dentro de él
y de las que nos
vamos imperceptiblemente despidiendo
en ese adiós a cada
uno de nosotros
que aparece en la
vida en momentos de niebla
y que, por eso mismo,
focaliza el instante
y lo convierte en
símbolo
de la presencia en
sombra que ha sido lo que llamamos yo,
lo único nuestro que no nos pertenece,
lo único que nunca
volveremos a ser,
lo que ya fuimos, lo
que no seremos,
un escorzo de sombras
batidas por el fuego de la imaginación.
Revivir el instante,
revivir el instante
antes de que todo
sea sólo su fin.
Jaime Siles, Himnos
tardíos (1999)
Otro poema del autor:
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