cuando los dioses se van, no se van solos: la dignidad humana los acompaña

Recordando las austeras enseñanzas de la historia, que es, por decirlo así, el cuadro patológico de la humanidad, en donde se ven sus enfermedades y se estudian sus síntomas, he repetido en todos los tonos, que, cuanto más adelantada está una sociedad en la senda de los progresos materiales, tanto más fácil es que caiga en la abyección, en la demencia y en la tiranía, si pierde el sentido moral y las virtudes públicas la abandonan; porque cuando los dioses se van, no se van solos: la dignidad humana los acompaña. Francia y España, donde desgraciadamente todo es posible y todo es efímero, son vivo ejemplo de esta verdad trivial, pero olvidada; pueblos sin ideal, marchan al azar, haciendo siempre tentativas infructuosas, cambiando a cada instante de postura sin hallar ninguna que mitigue sus dolores, devorados por la fiebre, consumidos por la impotencia, faltos de energía para salvarse, porque no tienen fe; sin resignación para sufrir su suerte, porque no tienen esperanza.

Núñez de Arce


Vivimos en el siglo de las utopías, y la utopía es hermana menor de la poesía; es como ésta, hija de las musas. En nuestra Edad no son los poetas, propiamente dichos, los que más han soñado. Los delirios de Fourrier y de Saint-Simón; las atrevidas paradojas de Proudhon y de Stuart-Mill; la doctrina de la evolución natural, dirigida por leyes fatales, y aplicada por Herbert Spencer al desarrollo de la humanidad para hacer inútil la intervención de la Providencia; las concepciones maravillosas de Kant, Hégel, Krause y toda la pléyade de filósofos alemanes, que tan poderoso influjo han ejercido y ejercen todavía en las artes, la literatura y la política del mundo; las conjeturas de las ciencias físicas y naturales empeñadas en arrancar a la noche de los tiempos el secreto de nuestro origen, y los trabajos del prehistoricismo, que intenta reconstruir lo desconocido, descifrar lo indescifrable y llegar por medio de deducciones sutiles a los últimos términos de lo pasado, cada vez más distante y obscuro, ¿son otra cosa más que sueños sublimes, donde las verdades se mezclan con las ficciones, y ante cuya grandeza, si no convencido, se detiene, por lo menos, atónito el pensamiento? El magnetismo, la frenología, el espiritismo, los trípodes parlantes, los sombreros giratorios, las más inverosímiles fábulas y las creencias más extravagantes han dado en nuestros días la vuelta al mundo, a pesar del escepticismo que le devora, o más bien, a causa de este mismo escepticismo; porque en el cerebro humano hay un hueco donde reside la fe religiosa, y cuando esta virtud le desaloja, huyendo a los cielos, la naturaleza, que en el orden moral como en el físico tiene, según la frase vulgar, horror al vacío, le llena con el absurdo. Pero sin ir tan lejos, sin apartarnos del terreno más humilde de la literatura, ¿hay motivo ni pretexto siquiera, para acusar de prosaica a una centuria en la cual han resplandecido, como grandes constelaciones, Goethe y Schiller, Byron y Shelley, Víctor Hugo y Lamartine, Manzoni y Leopardi, Quintana y Espronceda, Almeida Garret y Herculano?

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