Autor: Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen, 1916).
Obra: La casa de Mapuhi.
Fuente: Las muertes concéntricas. Siruela. Madrid, 1988. Edición de Jorge Luis Borges.
Obra: La casa de Mapuhi.
Fuente: Las muertes concéntricas. Siruela. Madrid, 1988. Edición de Jorge Luis Borges.
La casa de Mapuhi es un relato de Jack London incluido por
Borges en su selección de libros titulada La Biblioteca de Babel. Mapuhi es un
hombre pobre, bueno, pero poco espabilado.
Vive con su familia en una isla del Pacífico, y sueña con
una casa. "Mapuhi encontró una perla. ¡Y qué perla!", escribe London.
Pero "Mapuhi es un tonto y te la dará por poco dinero". Es estafado y
se queda sin la perla. "Mapuhi se cruzó de brazos entristecido y se sentó
con la cabeza gacha. Le habían robado su perla. En lugar de la casa, había
pagado una deuda. No tenía nada que reemplazara a la perla". Su sueño y el
de su familia de construirse una casa se desvanece.
Pero entonces, ocurre lo inesperado, un huracán enbravece
el mar y el océano desola la isla. Aquí se produce el relato épico de la
salvación de Nauri. "Mientras tanto, Nauri, separada de su familia por el
huracán, había sido arrastrada lejos a una aventura solitaria. Aferrada a un
tosco tablón que la lastimaba y se le clavaba en la carne, había sido arrojada
lejos del atolón y llevada por el mar. Aquí, bajo los golpes de olas altas como
montañas, había perdido el tablón. Era una anciana de casi sesenta años; pero
había nacido en las Paumotus y en toda su vida no se había alejado del mar.
Mientras nadaba en la oscuridad, sofocada, asfixiada, luchando por un poco de
aire, un coco la había golpeado con violencia en un hombro. En un instante
había formulado un plan y se había aferrado al coco. Durante la hora siguiente,
había capturado siete cocos. Atados juntos, formaron una boya salvavidas que le
había conservado la vida, aunque al mismo tiempo amenazaba convertirla en
gelatina. Era una mujer gorda y se magullaba con facilidad; pero tenía
experiencia en huracanes, y mientras oraba a su dios tiburón para que la protegiera
de los tiburones, esperó que el viento cesara. Pero a las tres estaba en tal
estado de aturdimiento que no se daba cuenta de nada. Tampoco se dio cuenta
cuando a las seis se había instalado la calma chicha. Recién recobró la
conciencia cuando las olas la arrojaron en la arena. Se abrió camino con las
manos y los pies ensangrentados, en carne viva, y manoteó en el agua hasta que
quedó lejos del alcance de las olas. ... Pero después de un rato se sentó
lentamente y observó el cadáver con atención. Una ola desmesuradamente grande
lo había arrojado lejos del alcance de las olas menores. Sí, tenía razón, ese
pelo colorado sólo podía pertenecer a un hombre en las Paumotus. Era Levy, el
judío alemán, el hombre que había comprado la perla y se la había llevado en el
Hira. Bueno, una cosa resultaba evidente: el Hira se había perdido. El dios de
los pescadores y de los ladrones había traicionado al comprador de la perla. Se
arrastró hasta el muerto. Tenía la camisa arrancada y se le veía el cinturón de
cuero con el dinero. Conteniendo la respiración, luchó para desprenderle la
hebilla. Cedió más fácilmente de lo que había esperado, y se arrastró de prisa
por la arena, llevando el cinturón tras de sí. Uno tras otro soltó los
bolsillos del cinturón, y los encontró vacíos. ¿Dónde podía haberla puesto? La
encontró en el último bolsillo, la primera y única perla que había comprado en
el viaje. Se arrastró unos pocos metros, para huir de la pestilencia del
cinturón y examinó la perla, era la que Mapuhi había encontrado, la que Toriki
le había robado. La sopesó en la mano y la hizo rodar acariciadoramente en la
palma.
No vio en ella ninguna belleza intrínseca. Lo que vio fue la
casa que Mapuhi, Tefara y ella habían construido tan cuidadosamente en la
imaginación. Cada vez que miraba la perla veía la casa con todos sus detalles,
incluyendo el reloj octogonal colgando de la pared. Era un motivo para vivir.
Cortó una tira de su propio ahu y ató la perla firmemente en torno a su cuello.
Después fue a la playa, jadeando y gimiendo, pero buscando cocos con
resolución. Muy pronto encontró uno y, mirando alrededor, un segundo. Quebró
uno, se bebió el agua, que tenía gusto a moho, y se comió hasta la última
partícula de la carne. Un poco después encontró una piragua averiada. Le faltaba el tangón, pero la
vieja estaba llena de esperanzas y lo encontró antes de que terminara el día.
La perla era un talismán. Cada hallazgo era un augurio. Al atardecer vio una
caja de madera que flotaba en el agua. Cuando la arrastró hasta la playa notó que
su contenido hacía mido, y encontró adentro diez latas de salmón. Abrió una
martillándola contra la canoa. Cuando hubo practicado un pequeño orificio, sacó
el aceite. Después de eso dedicó varias horas a extraer el salmón, martillando
y arrancando un bocado por vez.
La injusticia inicial que arrebató a Mapuhi la perla queda
restablecida por la fuerza de la naturaleza (huracán), la lucha por la vida de
la anciana Nauri y un dios tiburón, el dios de los pescadores y el
dios de los ladrones.
Antonio Barnés
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