EN LA PLAZA
En la plaza calentada por el sol
una chica se ha puesto a bailar;
da vueltas y vueltas, parecida
a las bailarinas de las cajas de música.
En la ciudad hace demasiado calor,
hombres y mujeres están amodorrados
y miran por la ventana
a esa chica que baila a mediodía.
Del mismo modo algunos días aparece
una llama ante nuestros ojos;
en la iglesia donde yo iba
se la llamaba el Buen Dios;
el enamorado la llama amor;
el mendigo, la caridad;
el sol la llama el día
En la plaza vibrante de aire cálido,
donde no hay ni siquiera un perro,
ondulante como una caña
la muchacha brinca, va y viene.
Ni guitarra ni pandereta
para acompañar su danza;
ella da palmas
para marcarse el ritmo.
Del mismo modo algunos días aparece
una llama ante nuestros ojos;
en la iglesia donde yo iba
se la llamaba el Buen Dios;
el enamorado la llama amor;
el mendigo, la caridad;
el sol la llama el día
y el hombre bueno, la bondad.
En la plaza, donde todo está en calma,
una chica se ha puesto a cantar
y su canto planea sobre la ciudad,
himno de amor y de bondad.
Pero en la ciudad hace demasiado calor
y para no escuchar su canto
los hombres cierran sus ventanas,
como una puerta entre muertos y vivos.
Del mismo modo algunos días aparece
una llama ante nuestros ojos;
pero nunca queremos
dejar lucir su resplandor;
nos tapamos los oídos
y nos velamos los ojos,
no nos gustan los sueños
de nuestro corazón, ya viejo.
En la plaza un perro aúlla todavía,
pues la chica se ha marchado,
y como el perro que aúlla a la muerte
lloran los hombres su destino.
Traducción de Fermín
Cabal, tomada de Jacques Brel; Ed.
Júcar, Madrid, 1976, pp. 67-69.
COMENTARIO
Hay canciones cuyas letras tienen
verdadera altura poética. Seguramente, pocos dudarán de que ésta es una de
ellas.
“Del mismo modo algunos días
aparece/una llama ante nuestros ojos;/en la iglesia donde yo iba/se la llamaba
el Buen Dios...” ¿Es Dios una llama que aparece ante nuestros ojos algunos
días? En todo caso, ésta es una de las maneras de representar las teofanías de
más larga tradición; en la Biblia encontramos ejemplos en pasajes fundamentales
(la zarza ardiente que vio Moisés cuando pastoreaba el rebaño de su suegro, las
“lenguas de fuego” de Pentecostés), y también en la literatura mística de todos
los tiempos (uno de los más conocidos, la Llama
de amor viva de San Juan de la Cruz).
Pero lo
más interesante que nos ofrece la letra de esta canción, este poema, quizá no sea
tanto la imagen de la llama como la de las ventanas que se cierran ante la
belleza que surge de pronto ante los ojos y los oídos humanos y que, según
parece sugerirse, podría transportarnos, si nos dejáramos llevar por ella, hasta
otra dimensión de la existencia. Porque ésa es la experiencia que aquí se nos
transmite: la de la belleza inesperada que irrumpe en el ámbito de lo anodino y
que parece hablarnos de un más allá de nuestra experiencia cotidiana. Esta
irrupción sólo parece ser captada por los ojos del poeta; éste se muestra
sorprendido por la indiferencia general, a la que trata de encontrar una
justificación: “no nos gustan los sueños/de nuestro corazón, ya viejo”. Quizá si aún fuéramos capaces de abrirnos a
esos sueños podríamos vislumbrar ese más allá; quizá entonces el “perro que
aúlla a la muerte” no vendría a enseñorearse de nuestras vidas.
La
analogía entre la experiencia de la belleza, que puede darse de manera
espontánea (por ejemplo, contemplando sencillamente el espectáculo de una
muchacha que baila bajo el sol, en una plaza de una ciudad cualquiera) y el “Buen
Dios” de Quien el poeta recuerda haber oído hablar cuando frecuentaba la
iglesia puede inducir a pensar que se trata de lo mismo. Se nos presenta aquí
un posible equívoco, ya planteado y resuelto por una de las escuelas de
pensamiento que mayor importancia ha dado a la belleza como expresión de lo
divino: el Neoplatonismo cristiano del Renacimiento. Como bien señala Eugenio
Trías al comentar las concepciones al respecto de filósofos como Marsilio
Ficino y Pico della Mirándola, “Dios en
Sí es algo incomunicable e invisible, tenebroso, que sume en ceguera y en
tiniebla al ojo espiritual que a Él se orienta, sumiéndole en la “noche oscura”.
La belleza es el velo de irradiación comunicable que, a modo de esplendor del
rostro, cubre la abismal separación y trascendencia de lo divino con la ilusión
de familiaridad, de inmanencia. Es ya en su más genuina aparición un velo, una
apariencia, sólo que apariencia desnuda y sin mediación” (E. Trías, Lo bello y lo siniestro; Ed. Ariel,
Barcelona, 1999, p. 57).
En
efecto, Dios no es esa llama que aparece algunos días ante nuestros ojos; es
más bien, inevitablemente, el Deus
absconditus de Isaías. Pero la llama nos habla de Él, nos remite a Él.
¡Bendita llama!
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