Autor: Jaime Salom (Barcelona, 1925-Sitges 2013).
Obra: La casa de las chivas.
Fuente: Teatro selecto. Escelicer, Madrid, 1971.
Páginas 228-229.
JUAN.- ¿Por qué me cuentas a mí todas estas cosas?
PETRA.- Debes saberlo todo, para que puedas perdonarme (…)
Por favor, Juan, perdóname, devuélveme la paz.
JUAN.- ¿Y por qué yo?
PETRA.- Eres la única persona que conozco que puede hacerlo.
JUAN.- ¡Te repito que no soy sacerdote! Si lo fuera, debería
perdonar. Ahora me cuesta demasiado no odiarte, no abofetearte… ¡No eres más
que una…!
PETRA.- Lo soy, sí. Pero hasta esta mañana no he sentido la
vergüenza de serlo. Ya ves, a tantos como he conocido, y va a ser ese mocoso el
único que me deje huella…
JUAN.- Puede que, en el fondo, yo sea responsable de todo
eso… Por no haber conseguido que entendieras las razones de Dios… Mientras
defendía su Ley, tal vez olvidaba la otra, la de la caridad.
PETRA.- ¡Voy en seguida, un momento! (A JUAN.) Basta una
cruz trazada en el aire, ¿verdad? Por favor, hazlo…, puede que así me sienta
menos culpable
JUAN.- No sabes lo que dices. Vete.
PETRA.- Dime que me perdonas.
JUAN.- No es de mí de quien debe llegarte el perdón.
PETRA.- Una cruz con tu mano extendida, como en la iglesia,
aunque no seas cura…
JUAN.- Pero estás loca.
PETRA.- No puedes negarte… Sólo una cruz, no te pido más,
¡una cruz!
JUAN.- Puede que yo también esté loco… (traza una cruz en el aire.) ¡Que Dios te bendiga, mujer! ¡Que Dios
nos bendiga a todos y se apiade de nosotros!
(PETRA sale
precipitadamente. JUAN esconde la
cara entre sus manos.)
En una casa ocupada por soldados tiene lugar este conmovedor
diálogo entre un hombre y una mujer que han venido a coincidir en ese espacio y
en ese tiempo; dos seres humanos reunidos por la tragedia de la guerra que
abren sus corazones el uno al otro, él para reconocer que se está preparando
para el sacerdocio (lo que en esa situación, de saberlo los demás ocupantes de
la casa, le puede costar la vida), ella para confesar que comercia con su
cuerpo y suplicar un gesto de perdón que “devuelva la paz” a su alma
atormentada.
La insistencia de él en que aún no es sacerdote, en que
todavía no está autorizado para otorgar ese perdón en nombre de Dios, no basta
para que la mujer ceje en su empeño; necesita imperiosamente ese gesto, y se lo
pide a quien ante sus ojos aparece como un discípulo de Aquel que perdonaba los
pecados de los hombres por los caminos de Galilea, sin que para ella sea
importante que haya recibido o no la ordenación; se lo pide con tanta fuerza
que el hombre acaba por acceder, recordando quizá que “se puede hacer el bien
en sábado”(Mt 12, 11) y que, ante alguien que está sufriendo intensamente, la
ley que se impone a todas las demás es la que él mismo ha evocado un momento
antes: la de la caridad.
La tensión dramática que tan admirablemente construye en
esta escena Jaime Salom, un excelente autor teatral injustamente olvidado,
tiene su base en la necesidad, profundamente arraigada en el ser humano aunque
no siempre seamos conscientes de ello, de ser perdonados. Y a esa necesidad
vino a dar respuesta Cristo; el cristianismo es, por encima de todo, la
religión del perdón, como la obra de la que hemos entresacado este fragmento
consigue transmitir con la fuerza de la gran literatura.
Francisco J. Palenzuela, profesor de E.L.E.
Francisco J. Palenzuela, profesor de E.L.E.
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