DIOS – TINIEBLAS
De noche la
redonda luna dícenos
de cómo
alienta el sol bajo la tierra:
y así tu
luz, pues eres testimonio
Tú el único
de Dios, y en esta noche
sólo por Ti
se llega al Padre Eterno:
sólo tu luz
lunar en nuestra noche
cuenta que
vive el sol. Al reflejarlo,
brillando,
las tinieblas dan fulgores,
los más
claros, que el mármol bien bruñido
mejor espejo
da mientras más negro.
Te envuelve
Dios, tinieblas de que brota
sin tu
pecho, su espejo. Tú le sacas
a la noche
cerrada el entresijo
de la
Divinidad, su blanca sangre; porque Tú, el Hombre,
cuerpo
tomaste donde la incorpórea
luz, que es
tinieblas para el ojo humano
corporal, en
amor se incorporase.
Tú hiciste a
Dios, Señor, para nosotros.
Tú has mejido
tu sangre, tuya y nuestra,
tributo
humano, con la luz que surge
de la eterna
infinita noche oscura,
con el jugo
divino. Y es herida
que abrió el
fulgor rasgando las tinieblas
de Dios, tu
Padre, el sol que ardiendo alumbra
por tu
pecho, de ardiente amor llagado.
Y Tú la
infinidad de Dios acotas
en el
cerrado templo de tu cuerpo
e hilas la
eternidad con tus suspiros,
rosario de
dolor. Tu pecho muéstranos
la blanca
eternidad que nos espera
y en su
fúlgido espejo el alma ansiosa
ve sus
raíces de antes de la vida.
Tu humanidad
devuelve a las tinieblas
de Dios la
lumbre oculta en sus hondones
y es espejo
de Dios.
Es como el
alba
tu cuerpo;
como el alba al despojarse
del negro
manto de la noche, en rollo
a sus pies
desprendido. Con tus brazos
alargados en
gesto dadivoso
de desnudar
tu cuerpo y de ofrecerlo
a cuantos
sufren del amor hostigo,
descorres la
cortina de tinieblas
del terrible
recinto del secreto
que a la
casta de Adán acongojaba
mientras
ansiosa consumía siglos;
con tus
abiertos brazos, la negrura
del abismo
de Dios, tu padre, rasgas,
y echándolo
hacia atrás, de tu cruz cuelgas
el negro
manto en que embozado estabas
dándotenos
desnudo. Sacudido
muriendo Tú,
rasgóse de alto a bajo
del templo
el velo cárdeno, las tumbas
abriéronse y
los santos que dormían
se irguieron
para ver tu cuerpo blanco
que en
desnudez al Padre retrataba
desnudo.
Destapaste a nuestros ojos
la humanidad
de Dios; con tus dos brazos
desabrochando
el manto del misterio,
nos
revelaste la divina esencia,
la humanidad
de Dios, la que del hombre
descubre lo
divino. De tu cuerpo
sobre el
santo recinto, iglesia, vamos
en Dios, tu
Padre, a ser, vivir, movernos
de abolengo
divino hermanos tuyos.
Y envuelves
las tinieblas, abarcando
tenebrosas
entrañas en el coto
de tu
cuerpo, troquel de nuestra raza,
¡porque es
tu blanco cuerpo manto lúcido
de la divina
inmensa oscuridad!
(Miguel de
Unamuno, El Cristo de Velázquez; Espasa-Calpe (Col. Austral), edición de 1963, pp. 22-24)
Comentario:
He aquí un
fragmento del extenso poema unamuniano nacido de la contemplación del famoso
cuadro pintado por Velázquez para el convento de San Plácido de Madrid, hoy
expuesto en el Museo del Prado. La dialéctica luz-tinieblas, larguísima tradición
del pensamiento cristiano cuyo origen podemos rastrear en el comienzo del Evangelio
de San Juan (“la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la
sofocaron”, Jn 1, 5), se hace patente en el dramático contraste que muestra el
lienzo y que el poeta desarrolla con especial intensidad en esta parte de su
obra.
En el cuerpo
de Cristo, que es expresión del amor divino, las tinieblas de la “divina
inmensa oscuridad” se vuelven luz ante nosotros: “cuerpo tomaste donde la
incorpórea/luz, que es tinieblas para el ojo humano corporal, en amor se
incorporase”. Se nos muestra ahí un trayecto que Cristo hace posible para
nosotros: pasar de las tinieblas a la luz (“sólo por Ti se llega al Padre
Eterno:/sólo tu luz lunar en nuestra noche/cuenta que vive el sol”… “Tu pecho muéstranos/la blanca eternidad que
nos espera”). Pero en Cristo no sólo se humaniza Dios, sino que también se
diviniza el hombre: “Destapaste a nuestros ojos/ la humanidad de Dios; con tus
dos brazos/ desabrochando el manto del misterio,/nos revelaste la divina
esencia,/la humanidad de Dios, la que del hombre/descubre lo divino”; el hombre
recupera en Él su filiación divina, liberando sus ojos del oscurecimiento del
pecado, que le ha hecho perder la conciencia de su genuina condición: “en su
fúlgido espejo el alma ansiosa/ve sus raíces de antes de la vida”.
Emergiendo
de lo más profundo de nuestras tinieblas, el cuerpo de Cristo aparece aquí,
pues, como el lugar de reencuentro del hombre con Dios; como el camino, la vía de
retorno que se ofrece al hijo pródigo cuando el sufrimiento que encuentra en el
mundo despierta en él la nostalgia de la casa del Padre (Lc 15, 11-32); en
definitiva, como “la luz verdadera que con su venida al mundo ilumina a todo
hombre” (Jn 1, 9).
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